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Guerra antibiótica

lunes 05 de mayo de 2014, 18:11h

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La resistencia a los antibióticos se extiende imparable por todo el orbe. El primer informe de alcance global de la Organización Mundial de la Salud sobre resistencia a los antibióticos, que ha sido noticia de portada en los medios de comunicación la semana pasada, ha puesto de manifiesto el grave, muy grave, problema al que nos enfrentamos.

Las infecciones y enfermedades infecciosas han sido uno de los grandes azotes de la humanidad desde nuestros orígenes como especie. Han influido decisivamente en nuestro devenir histórico. Han diezmado poblaciones hasta casi la extinción, han provocado la caída de civilizaciones, han condicionado el resultado de guerras, han causado la ruina económica de países e incluso de imperios y han sido nuestras acompañantes permanentes, condicionando y acortando la vida de las personas y generando dolor, padecimiento, incapacidad y muerte.

Baste recordar la epidemia de la Peste Negra, que en la Edad Media aniquiló a un tercio de la población de Europa (lo que a día de hoy significaría la muerte de más de 200 millones de personas). O la mortandad provocada entre los pueblos indígenas americanos por las infecciones que llevaron los europeos, sobre todo la viruela, que no existía previamente en América, que contribuyó en gran parte al colapso de las civilizaciones precolombinas. O que en la Primera Guerra Mundial algunos estudiosos consideran que las enfermedades infecciosas, como el tifus exantemático, causaron más muertos que los gases tóxicos que tan profusamente se usaron como armas. O que la pandemia de gripe que empezó en 1918, la conocida como gripe española, aunque no lo era, produjo más muertos que la propia guerra. De hecho, a medida que pasa el tiempo, los sucesivos estudios van ampliando el número estimado de muertes, que algunos autores sitúan ahora entre 40 y 60 millones, que es entre el doble y el triple de las bajas militares de la Gran Guerra.

Con la introducción de la vacuna de la viruela por Jenner a finales del siglo XVIII, el desarrollo de los conceptos de higiene y antisepsia y los antisueros y algunas vacunas en el siglo XIX y las sulfamidas a principios del XX, empezó a mejorar nuestra capacidad de lucha contra las infecciones, pero no fue sino hasta la introducción de la penicilina en la Segunda Guerra Mundial y el descubrimiento progresivo de nuevos antibióticos en las décadas siguientes, que no dispusimos de fármacos auténticamente eficaces que curaban las infecciones bacterianas y que convirtieron enfermedades mortales o gravemente incapacitantes y deformantes, en procesos que se podían curar en la inmensa mayoría de las ocasiones. Con el tiempo también desarrollamos antibióticos contra las infecciones por hongos, algunos contra parásitos e incluso algunos fármacos antivíricos, si bien para la mayoría de las infecciones víricas aun no disponemos de terapias curativas eficaces.

Pero las bacterias han resultado ser unos oponentes más duros de lo que pensábamos. En unas pocas décadas han demostrado una extraordinaria capacidad de desarrollar métodos de resistencia, o seleccionar algunos preexistentes, que inutilizan o evitan la acción de los antibióticos. Además, resulta que son capaces de transmitir estos mecanismos, no solo entre poblaciones de la misma especie, sino también entre distintas especies. Las resistencias empezaron a aparecer muy pronto. A principios de los 60 del siglo pasado, menos de veinte años tras la introducción de la penicilina, ya aparecieron poblaciones de estafilococos resistentes. Nuestra respuesta hasta hoy ha sido equivocada, hemos ido desarrollando nuevos antibióticos que evitaban los mecanismos de resistencia y que destruían cada vez una mayor variedad de bacterias, patógenas y también las nuestras propias beneficiosas, pero nos hemos encontrado con que las bacterias ha sido capaces de desarrollar cada vez con mayor rapidez mecanismos de resistencia, que cada vez se transfieren entre ellas más aceleradamente y, con el uso masivo que hemos hecho de los antibióticos, hemos ido seleccionando las poblaciones resistentes, que ahora mismo son incluso un porcentaje significativo de nuestras propias bacterias residentes, en el intestino, en la boca, en la piel, etc.

Se ha hecho evidente que la estrategia de contrarrestar las resistencias con un uso cada vez más masivo de antibióticos, más potentes, con un espectro más amplio, que actúan indiscriminadamente sobre más grupos de bacterias, patógenas y no patógenas, es errónea. Hemos llegado al punto en que la capacidad de defensa de las bacterias es superior a la nuestra de desarrollar nuevos antibióticos. El propio subdirector general de la OMS ha manifestado, al presentar el informe, que “se necesitan medidas urgentes y coordinadas a nivel mundial para afrontar este problema, o el mundo está abocado a una era postantibiótica en que las infecciones comunes que han sido tratables durante décadas volverán a ser potencialmente mortales”.
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