El 18 de marzo de 2008 publiqué en el diario Última Hora, en la sección 'Los duendes de la ciudad', un artículo que titulé El perdón. No recuerdo ahora muy bien cuál fue el motivo exacto por el que lo escribí entonces, pero he vuelto a pensar mucho en ese texto esta semana y por ello lo reproduzco íntegramente hoy aquí:
«Cuando pedimos perdón, estamos reconociendo, implícita o explícitamente, que hicimos algo mal, algo de lo que nos arrepentimos, algo que hubiéramos querido no haber hecho nunca, porque somos conscientes de que ese algo —esa actuación reprobable— ha causado, en mayor o menor grado, sufrimiento, pena, daño o dolor.
Las actuaciones por las que los seres humanos podemos pedir perdón pueden ser muy diversas y tener también un distinto nivel de gravedad, que puede abarcar desde una palabra desafortunada dicha a otra persona en un momento dado hasta un posible delito punible, pero en todos los casos el objetivo de quien pide perdón sería siempre el mismo, el de intentar paliar o reparar, hasta donde sea ahora posible, el mal hecho en su momento.
El perdón rara vez tiene lugar en el ámbito de la Justicia, en donde sí hay atenuantes o medidas de gracia, ya que la decisión de perdonar corresponde siempre exclusivamente a las personas afectadas, a las personas que han padecido o sufrido directa o indirectamente la actuación de quien ahora pide perdón.
El acto de perdonar es siempre, por tanto, un acto voluntario y personal, un acto que no depende de las leyes establecidas ni de las normas en vigor, pues no se puede obligar a nadie a que olvide ni a que perdone.
El acto de pedir perdón, cuando es sentido y sincero, es igualmente voluntario y personal. De esta manera puede establecerse en ocasiones un nuevo vínculo entre quien provocó el daño y quien lo sufrió. Ese vínculo sería el del arrepentimiento de quien pide perdón y el de la generosidad de quien perdona.
Cuando ello sucede, casi siempre se consigue evitar, además, que el daño o el dolor originarios se puedan reproducir en un futuro o que puedan extenderse más allá de las propias personas afectadas. En ese sentido, todos deberíamos de ser siempre igualmente capaces de perdonar y de saber pedir perdón».
Han pasado ya dieciséis años desde la publicación de aquel artículo, pero sigo suscribiendo aún hoy lo que pensaba y sentía entonces. Esa manera de pensar y de sentir seguramente ha influido en mi percepción sobre todo lo que ocurrió en el pleno del pasado martes en el Parlament balear.
Por ese motivo, en estos últimos días he preguntado a varias personas cuya opinión respeto y valoro mucho si creían que el presidente de la Cámara autonómica, Gabriel Le Senne, debía dimitir o no tras haber roto en dicho pleno una fotografía de la histórica dirigente del PCE en Mallorca Aurora Picornell —asesinada a los 24 años, junto a otras personas, el 5 de enero de 1937 por fuerzas falangistas— y haber expulsado luego de la Mesa del hemiciclo a las diputadas socialistas Mercedes Garrido y Pilar Costa.
Todas las personas a las que consulté, de distintas edades e ideologías, me dijeron que creían que Le Senne debería renunciar al cargo, aunque al mismo tiempo valoraron de forma positiva que este alto representante institucional de Vox hubiera pedido perdón por su comportamiento. Precisamente, el hecho mismo de que se haya disculpado y de que haya reconocido que fue una equivocación «grave» lo que hizo, es lo que hace que, a día de hoy, yo aún tenga dudas acerca de si debería dimitir o no.
«He pedido perdón por un momento que me enfadé e hice lo que no debía», recordó Le Senne el jueves ante los periodistas, para añadir: «Lo he pedido en la Mesa, lo he dicho también en privado a todos los portavoces, lo he dicho en la Junta de Portavoces, y, bueno, aprovecho para reiterarlo. Se lo hago extensivo, por supuesto en primer lugar a la señora Garrido, a la señora Costa, a todos los diputados y a todos los ciudadanos».
«Yo no odio a ninguna víctima, ni mucho menos. Nunca fue mi intención faltar el respeto a ninguna víctima. Yo respeto a todas las víctimas», afirmó también Le Senne, subrayando que «nadie quiere atentar a la memoria de ninguna víctima».
Todas las víctimas, sin ninguna excepción, merecen efectivamente la misma consideración y el mismo respeto, aun siendo conscientes de que algunas se acaban convirtiendo con el tiempo en símbolos contra la intolerancia o en paradigmas de la democracia y la libertad, como ocurre en el caso de Aurora Picornell, de ses roges des Molinar o del alcalde republicano de Palma Emili Darder, también asesinado.
Pese a todo ello, las redes, las tertulias, los comentarios de los lectores, las columnas de opinión —y también algunos titulares— se han ido llenando estos días de insultos, amenazas y mensajes denigrantes o tendenciosos de todo tipo y en todas las direcciones ideológicas, con la «ayuda» de no pocos dirigentes políticos nacionales e isleños.
En esos ámbitos, ni siquiera la intocable memoria de las víctimas o el noble gesto de pedir perdón parecen respetarse o valorarse hoy lo más mínimo. En ese contexto, pienso hoy en cuánta razón tenía el gran periodista José Luis Martín Prieto cuando decía que, cíclicamente, somos un país que invariablemente tiende siempre al suicidio.