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François Truffaut

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 24 de agosto de 2024, 11:09h

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El próximo mes de octubre se cumplirán cuarenta años de la desaparición del gran director francés François Truffaut, uno de mis cineastas más queridos y admirados.

Sólo tenía 52 años cuando falleció, pero pudo llegar a rodar una veintena de películas a lo largo de su vida, algunas tan fascinantes y valiosas como Jules y Jim, La piel suave, Besos robados, El pequeño salvaje, La habitación verde o La mujer de al lado.

Este año se cumple también, además, el sesenta y cinco aniversario de la llegada a las pantallas de las primeras películas que rodaron los miembros de la 'Nouvelle Vague', de la que Truffaut formaba parte. Su primera película, Los cuatrocientos golpes, se estrenó precisamente en 1959.

En ese mismo año verían también la luz otros dos filmes igualmente legendarios de la 'Nouvelle Vague', Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, y Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard.

Como es bien sabido, algunos integrantes de este movimiento habían trabajado previamente como críticos en la mítica revista Cahiers du Cinéma, creada en 1951 e impulsada sobre todo por André Bazin. En dicha publicación escribieron Truffaut y Godard, así como también otros grandes como Éric Rohmer, Claude Chabrol o Jacques Rivette.

Todos ellos defendían la idea de que un director es tan responsable del resultado final de una película como un novelista o un poeta lo puedan ser de sus respectivas obras. Esa idea, conocida como la 'teoría del autor', sigue siendo defendida todavía hoy por muchos críticos, estudiosos y aficionados al cine en general.

Según la citada teoría, que yo también comparto, excelentes cineastas clásicos como Alfred Hitchcok, Howard Hawks, Fritz Lang, Luis Buñuel, Jean Renoir, Max Ophüls, Roberto Rossellini, Kenji Mizoguchi o Nicholas Ray serían los verdaderos 'autores' de las distintas películas que dirigieron.

Lo mismo podríamos decir también nosotros hoy de los componentes de la 'Nouvelle Vague', incluidos Jacques Demy y Agnès Varda, pues cada uno de ellos imprimía su propio sello personal a cada historia que contaba.

De todos ellos, Truffaut era el que más me gustaba y el que sentía más próximo a mí. Gracias a su película La noche americana —y también gracias a 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick—, decidí recién iniciada la adolescencia que de mayor intentaría ser director de cine, un propósito que, no haría falta decirlo, no llegó a hacerse nunca realidad.

Más allá de mi inclinación artístico-laboral finalmente fallida, siempre he creído que ambos filmes despertaron muchas vocaciones cinematográficas entre los entonces jóvenes de mi generación, que éramos los nacidos a principios de los años sesenta.

Truffaut también me fascinaba porque era, además, un ejemplo de alguien que había conseguido hacer realidad su sueño de dirigir e incluso de producir sus propias películas a pesar de los duros avatares personales que había sufrido en su infancia, su adolescencia y su primera juventud.

Por otra parte, quienes le conocieron personalmente solían destacar de él no sólo su gran valía profesional, sino también algunos rasgos de su carácter, como su timidez, su sensibilidad, su ternura o su bondad.

Por todas esas razones, cada cierto tiempo me gusta volver a ver las películas de Truffaut y también viejas fotografías suyas en blanco y negro, en especial aquellas en las que aparece junto a algunos de sus colaboradores más habituales, como el músico Georges Delerue o el director de fotografía Néstor Almendros, también ya desaparecidos y también muy admirados por mí.

En realidad, me pasaría horas hablando de Truffaut, de su vida, de sus obras maestras y de por qué tiene tantos seguidores, a pesar de que en la mayor parte de sus filmes subyazca una cierta tristeza. Quizás sea porque las personas que más nos hacen amar la vida no son necesariamente las que personifican el optimismo o la seguridad, sino aquellas otras que, a menudo con una mano en la mejilla o con una sonrisa melancólica, nos dicen con la mirada: «A pesar de todo, la vida siempre vale la pena».

Esa mirada era la que François Truffaut tenía y la que nos regalaba convertida ya en arte a través de sus películas. Seguramente, no pueda haber regalo más hermoso ni más lleno de pasión agradecida.

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