China ha frenado bruscamente su crecimiento y vuelve a porcentajes de hace cinco décadas. Al propio tiempo, el gigante asiático inicia un proceso de decrecimiento demográfico cuyas consecuencias, en un país de 1300 millones de habitantes, serán, sin duda, planetarias.
En Europa, ya sabemos lo que es invertir las pirámides de población, lo estamos palpando todos los días. El envejecimiento de nuestro continente y la inmigración -racional o descontrolada- son hijos bastardos de ese proceso, porque el estado del bienestar no es viable sin cotizantes a la seguridad social y contribuyentes a la hacienda pública y, más allá de los múltiples problemas de encaje social que acarrea, resulta imprescindible compensar el descenso demográfico para garantizar el futuro.
Sin embargo, hasta ahora hablábamos de un fenómeno local propio de países occidentales. Imaginemos qué pasará cuando se extienda a escala mundial.
Sorprendentemente, parece que a los gobernantes las consecuencias de este suicidio colectivo a cámara lenta no les preocupan demasiado, pues no se lleva a cabo ni una sola política global encaminada a ralentizar el crecimiento poblacional desmesurado de países en vías de desarrollo e incrementar la natalidad de aquellos que disfrutan de ese llamado bienestar.
Ayer mismo escuchaba a una ciudadana china explicar el tremendo problema que atraviesa su país. En las últimas cuatro décadas se había regulado el crecimiento poblacional de China con la política del hijo único. Ahora, en cambio, las autoridades pretenden promover que cada pareja de ciudadanos tenga tres hijos en lugar de uno, con el fin de revertir el decrecimiento. Pero, en las condiciones actuales, ello es sencillamente inviable, porque esa pareja tiene que sostener a la vez a sus cuatro progenitores y a esos tres hijos que el gobierno desea que tenga por motivos de viabilidad social y económica.
La situación es diabólica. La prolongación de la esperanza de vida hasta más allá de los 80 años, la incorporación masiva de las mujeres en edad de gestar al sistema productivo sin prever mecanismos compensatorios de protección social para cuando deseen tener hijos, y la necesidad imperiosa de mantener una serie de lujos materiales superfluos, a veces absurdos, son factores que nos conducen a la extinción.
Muchas veces me he preguntado cómo era posible en la paupérrima España de la posguerra, con una economía en bancarrota y aislada, que las parejas siguieran teniendo descendencia y que ello, lejos de lastrar la sociedad, hubiera permitido un crecimiento que en unas pocas décadas supuso un salto gigantesco del país y su incorporación al selecto club de aquellos en los que rige el estado del bienestar.
La respuesta, que intuía, la obtuve durante lo peor de la pandemia: La familia. En las situaciones más críticas de nuestra especie el salvavidas ha sido siempre el núcleo familiar, la tribu. La solidaridad interna que compensa desigualdades o mitiga los efectos del desempleo de algunos de sus miembros o suple la falta de recursos para la atención de los menores en centros de primera infancia es esencial para la supervivencia de nuestra civilización. Sin familia, no hay futuro alguno.
Mis padres se casaron en 1950 y vivían entonces del más que modesto sueldo de mi padre. Evidentemente, su único lujo era el amor que se profesaban y fruto de él nacieron cuatro hijos. Obviamente, si no hubiera sido por el sólido cemento social que constituye la familia, compuesta de abuelos, padres, tios, primos, etc -incluyendo algunos vecinos y amigos a los que otorgábamos también, de forma honorífica, el título de 'tíos'- la posguerra hubiera sido nuestro fin y, sin embargo, fue nuestro principio.
Hasta finales del siglo pasado nadie se planteaba que tener hijos fuera un riesgo inasumible, antes al contrario, parecía lo natural, pues todo iba siempre a mejor, aunque el bienestar material nos regalase como consecuencia un descenso progresivo de natalidad que en la tercera década del siglo XXI ha llegado a límites de insostenibilidad. Hoy muchas parejas adoptan perros y gatos para suplir las carencias afectivas que les provoca la falta de descendencia. Son infinitamente más solventes desde el punto de vista económico que nuestros padres, pero curiosamente también más pobres, porque la familia, el clan familiar, ya no cuenta.
Arrinconar la familia como núcleo esencial de la sociedad y centrarse en el individuo como único titular de derechos y rey de la creación ha fomentado un disparatado egoísmo que nos ha llevado a donde estamos hoy.