En estas fechas conmemoramos el 50 aniversario del Mayo Francés y el segundo centenario del nacimiento de Karl Marx, justo cuando se cumplen 68 años de la Declaración Schuman y el nacimiento de la actual Unión Europea. Estos tres hitos históricos son imprescindibles para comprender la situación actual en la que vive occidente y las incertidumbres que pesan sobre nuestro futuro.
El padre prusiano del comunismo moderno y el materialismo histórico ha sido uno de los pensadores más influyentes del pasado milenio y cuya ascendencia social trasciende hasta nuestros días. Su teoría de la lucha de clases fue uno de los combustibles que prendió fuego en las calles de París, alimentado por el fin de un ciclo económico expansivo, el modelo revolucionario cubano y las guerras de Indochina, Argelia o Vietnam. Pero ese conflicto político entre “tipos de vida”, como ya apuntaba Maquiavelo, no solo se puede resolver cuando se llegue a una sociedad sin clases y se alcance el final de la tensión causada entre pobres y ricos o la burguesía y el proletariado.
El mantenimiento del progreso histórico se ha demostrado eficaz cuando la colaboración mutua ha conseguido cotas de cohesión interna y competencia exterior. Ese es el fin por el que se firma el Tratado de París en 1951, en contraposición a la anterior tendencia nacionalista y las tensas rivalidades que, en lo económico y político, culminaron con la II Guerra Mundial. De entonces ahora, la llamada Comunidad Europea del Carbón y del Acero no solo se ha ampliado en el número de Países Miembros, sino en su proyecto de concordia y cooperación. Por el contrario, la confianza ciudadana en un espacio común ha ido menguando y la salida del Reino Unido o el auge de los populismos son una amenaza seria para el futuro de Europa.
Al igual que las relaciones afectivas sufren más riesgo en la fase de mutuo descubrimiento que una vez consolidada la pareja, el egoísmo entre ambos es mayor cuando se acaban de conocer o sufren penurias. Ambas cosas han afectado la estabilidad de la Unión Europea y provocado el aluvión de cantos de sirena con el que ambos extremos prometen soluciones imposibles. Pero esa crisis debería ser pasajera si somos conscientes de lo que está en juego. La globalización no la parará ninguna ideología, porque ha llegado para quedarse y cada día con más efectos beneficiosos para el consumidor, pero muy exigentes para el tejido productivo local. Sin economía de escala, no hay barreras arancelarias que le pongan barreras al campo y, además, nos enfrentamos a una presión migratoria inimaginable, cuando en la segunda mitad de este siglo los nacidos en África y Asia supere en cuatro veces la actual población del viejo continente.
Una Europa fuerte es nuestra tabla de salvación, aunque nos veamos obligados a sufrir las consecuencias del traslado del liderazgo económico internacional, por una competencia cuyos costes de producción son tan bajos como inaceptables para un colectivo avanzado en derechos, que soporta la mitad de los costes sociales que gasta el planeta. Para ello, solo cabe más unión (monetaria, fiscal y política), pero especialmente por la responsabilidad colectiva. La solución no pasa por levantar altos muros proteccionistas o mirarse el ombligo desde el soberanismo excluyente, sino en apreciar el valor de un esfuerzo colectivo de todos los residentes, que facilite la armonía y el acogimiento en nuestro propio beneficio, como no hemos sido capaces de alcanzar en la crisis de los refugiados sirios y con la tensión progresiva que la inmigración ya está provocando en nuestras fronteras.