La decisión de la justicia europea de reconocer la inmunidad a un eurodiputado en prisión provisional por gravísimos delitos contra el Estado, aun cuando este no haya jurado el cargo, supone un paso más en la suicida estrategia comunitaria de abocar a naciones antaño profundamente europeístas al escepticismo, paso previo al abandono de ese proyecto fallido en que se está convertiendo la Unión.
Calificar la toma de posesión -lo que aquí conocemos como juramento o promesa de un cargo- como mero 'trámite administrativo' es tanto como bendecir y amparar a quienes se ciscan en una legalidad democrática que jamás reconocerán, pero de la que se sirven sin rubor alguno. Y todo ello, para que puedan ocupar un escaño en el único parlamento del mundo que no legisla y cuya verdadera función es la de maquillar una estructura mastodóntica únicamente movida y a la vez atenazada por los intereses económicos de las grandes empresas del continente.
La Sala de Luxemburgo, presidida por el flamenco Lenaerts y compuesta por otros catorce jueces, burócratas carentes del más mínimo sentido europeísta, lesiona una vez más la soberanía judicial de un Estado miembro, en un momento en el que este atraviesa una grave crisis de identidad, y logra con su miopía políticamente correcta exaltar los ánimos del populismo eurófobo que, a rebufo del Brexit, y de personajes como Trump y Putin, está creciendo como la espuma en el Este y sur de la Unión. Era lo que le faltaba a Europa para acabar de hacer aguas.
Mientras, esta asociación de mercaderes y tecnócratas dirigidos por el triste liderazgo de una gran nación acomplejada y de una política sin carisma alguno como Angela Merkel, sigue preguntándose por qué muchos europeos han pasado del entusiasmo a la frustración, antesala del odio.
Si el Brexit no supone un fracaso absoluto, la Unión Europea como proyecto nacional tiene los días contados.