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Europa ante el espejo

lunes 06 de julio de 2015, 19:56h

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Las sucesivas crisis financieras de algunos países de la eurozona y los mecanismos de rescate arbitrados por las instituciones europeas, así como las políticas impuestas como contrapartida a dichos rescates, han provocado que muchos ciudadanos europeos hayamos hecho el ejercicio intelectual de colocar a la Unión Europea ante el espejo, y el resultado es ambivalente.

Vista del perfil positivo, observamos que la Europa absolutamente arruinada, física, económica y moralmente, de 1945, ha sabido renacer de sus cenizas y crear el mayor espacio de libertad, bienestar y paz de la historia, no europea sino mundial. Unos políticos e intelectuales visionarios supieron canalizar el deseo generalizado de que no se repitieran ni las guerras entre países, ni las guerras revolucionarias  y para ello aplicaron una doble receta: unidad y estado del bienestar.

Iniciaron el experimento con una progresiva integración económica, primero  de seis países, luego nueve, luego diez, luego doce y finalmente quince de la Europa Occidental a la vez que se iban dando pequeños pasos en la integración política.  Con la caída del telón de acero y los regímenes comunistas de la Europa Central y Oriental, se inició la expansión hacia el este con la adhesión en bloque de diez de esos países, después Rumanía y Bulgaria y, finalmente por ahora, Croacia, que completa la actual unión de 28 países.

El éxito ha sido indiscutible. No ha habido más guerras en el seno de la UE. La generación de los que nacimos en los años 40, 50 y 60 es la primera que no ha vivido un conflicto bélico en su propio país. Ha habido, por desgracia, algunas guerras en Europa en este periodo, pero siempre fuera de la unión y la existencia de la propia unión ha evitado que, como ocurría con frecuencia en el pasado, se extendieran y se hicieran paneuropeas.  En cuanto al estado del bienestar, la UE es, con todos sus defectos, el espacio político que disfruta de un mayor índice de bienestar del mundo.

Pero vista del perfil negativo, observamos que la integración política, que los padres fundadores pensaron que llegaría de una manera natural, está muy lejos de conseguirse. Aunque se han producido avances importantes, el problema es que ninguno de los países ha querido dar el paso hacia una auténtica cesión masiva de soberanía a la Unión y ello debilita a las instituciones europeas, dificultando la toma de decisiones y provoca el famoso déficit democrático, que lastra su credibilidad. La unión monetaria, el euro, ha sido hasta ahora el máximo exponente de voluntad de cesión de soberanía, pero, a la vez, al no ir acompañada de una unidad de política económica, ha provocado, en parte, los problemas y turbulencias financieras en algunos países y la necesidad de los rescates, que han resultado nefastos para la microeconomía de los ciudadanos y el estado del bienestar de los países afectados.

Lo cierto es que muchos políticos en muchos de los países miembros, movidos por mezquinos intereses electorales locales, o por genuina ideología nacionalista y desconfianza hacia otros europeos, no solo no han impulsado una acción política pedagógica tendente a la creación entre sus ciudadanos de una conciencia de europeísmo, de un convencimiento de pertenencia a una única sociedad europea, sino que han fomentado tópicos seculares que perpetúan el desconocimiento y la suspicacia entre las naciones europeas. Así se explica el acróstico despectivo PIGS (cerdos) aplicado a los países del sur de Europa, Portugal, Italia, Grecia y España (Spain). En un primer momento la I era por Irlanda, pero pronto se cambió su significado a Italia.

Cuando escuchamos como los nórdicos se refieren a nosotros con ese desprecio, nos entran ganas de decir a germánicos, escandinavos, anglosajones y francos que cuando hace dos mil años sus antepasados eran seminómadas analfabetos que se dedicaban a cazar jabalíes, ciervos y osos por los bosques y se los comían semicrudos después de pasarlos someramente por las brasas y vivían en viviendas precarias y en condiciones de higiene inexistente, los nuestros aquí en el meditarráneo hacía siglos que eran civilizados, que habían construido ciudades magníficas, sistemas de saneamiento y abastecimiento de aguas, creado escuelas filosóficas y de pensamiento, desarrollado las ciencias, las artes y las letras y establecido un sistema legal y judicial que protegía, con limitaciones, los derechos de los ciudadanos. Y que todo ello constituye la base, el fundamento, el “ethos”, de nuestra actual cultura y civilización europeas.

Pero tampoco nosotros estamos libres de pecado, también tenemos más prejuicios que conocimiento de nuestros compatriotas europeos. Consideramos a los alemanes arrogantes, agresivos y toscos, a los franceses chauvinistas y presuntuosos y nos molesta que nos consideren con displicencia y superioridad que, por otra parte, nosotros aplicamos a los portugueses. A los suecos los vemos como snobs engreídos y también a los daneses, ya que no acabamos de distinguir entre ambos. Los ingleses nos parecen presuntuosos, despreciativos y xenófobos. Los irlandeses nos caen bien porque no soportan a los ingleses, pero, aparte de la tirria anglófoba compartida y de que son más católicos que nosotros, sabemos muy poco más de ellos. En realidad, solo sentimos auténtica simpatía por los italianos y los consideramos más o menos nuestros iguales. También tenemos un cierto afecto por los griegos, más por el recuerdo de la Grecia clásica que por conocimiento de la actual, pero nos identificamos con ellos como mediterráneos y, con la crisis actual, como afectados por las políticas de la Troika. De los demás no sabemos prácticamente nada, o tenemos una impresión distorsionada, errónea e injusta, como en el caso de búlgaros y rumanos.

El caso actual de Grecia es la prueba más dolorosa, pero no la única, de la dificultad y, en último término, de la imposibilidad de una moneda unida sin una política económica y fiscal unida, que no quiere decir uniforme. Más pronto que tarde la UE se encontrará ante una disyuntiva ineludible: o retroceder hacia una mera comunidad económica europea, con libre circulación de mercancías, capitales y personas, y estas últimas con reparos, o avanzar hacia una auténtica integración política. Es sabido que algunos miembros actuales de la UE desean avanzar, retroceder en realidad, hacia la primera opción, especialmente el Reino Unido. Si un grupo nuclear de países está dispuesto, en cambio, a seguir el camino de la integración, se precisará de una decidida acción política conjunta que lleve a una cesión decisiva de soberanía a la unión, cuyas estructuras de gobierno y control, presidencia, comisión europea y parlamento europeo, deberán ser reformadas para eliminar el actual déficit democrático.

Y no se deberá tener miedo a perder alguno de los miembros actuales. El Reino Unido tiene previsto un referéndum para decidir si sigue o se va de la UE. Se debería hacer saber al primer ministro Cameron que no se aceptará renegociar las condiciones de pertenencia del RU en el sentido que él quiere, de modo que se ponga fácil a los ingleses, no a los escoceses, el voto favorable a la salida de la unión. El Reino Unido  desde que entró en la entonces CEE ha tenido una actuación, por decirlo suavemente, ambivalente, actuando en muchas ocasiones como saboteador de las instituciones europeas; su marcha beneficiaría a todos. Sería mejor ser buenos socios que compatriotas mal avenidos. Si ello impele a los escoceses a independizarse para seguir formando parte de Europa serán más que bienvenidos.

 
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