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Eufonías y cacofonías

Por Jaume Santacana
miércoles 19 de septiembre de 2018, 01:00h

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El universo del lenguaje es de tal envergadura que, como el infinito, nunca deja de brillar. Los astros que configuran la expresión humana bailan constantemente en una rotación perseverante, en un giro permanente que plantea, a perpetuidad, un manojo de sorpresas sinfín.

Dentro del mundo concreto de los vocablos, sin embargo, su sonoridad determina el tono “musical” que expelen al pronunciarse o, incluso, al escribirlos o simplemente leerlos. Existen -en el interior de la máxima subjetividad y eclecticismo- palabras que suenan bien y otras que zumban y chirrían los oídos; es decir, palabras biensonantes o malsonantes.

Generalizando, se puede extender esta teoría tan poco científica, eso sí, al núcleo que configura cada uno de los distintos idiomas: así, tópicamente, la lengua italiana, por ejemplo, tiene bien ganada su fama de angelical cuando se la escucha. En el extremo opuesto, el alemán rechina a la audiencia con sus broncas expresiones.

Como acabo de apuntar (ut supra diximus), la visión parcial, personificada totalmente, hace que cada individuo tenga en su mente su propia clasificación por puro capricho. En mi caso -y en la lengua española- siempre he tenido claros aquellos vocablos que provocan en mi cierta admiración así como otros que me repelen sin tapujos.

Entre mis eufonías (tal como técnicamente se denominan las palabras biensonantes) preferidas se encuentra el plural de césped, céspedes. Es esta una palabra que me induce a gloria. La unión de tres letras fundamentales (la “e”, la “s” y la “p”) conforman una especie de falsa raíz que me remite a otras formas como esperanza o bien espíritu, términos, ambos, que sugieren conceptos dignos. Asimismo, y por otros motivos, chascarrilo, resume a la perfección su significado y especifica, a las claras, una gracia especial; suena como a campanilla (su diminutivo ayuda, claro). Finalmente -y para no extenderme- las palabras hermosura o lozanía me parecen, por su propio alcance, de una belleza clamorosa.

En el apartado de cacofonías (palabras malsonantes, que no repugnantes) destacaría en primera posición la voz cencerro que, lejos de tener algo que ver con su concepto, produce una cierta angustia por el rotundo retumbe -valga la bonita aliteración- del sonido “zeta” y el redoble (sigo aliterando) de sus majestuosas y rimbombantes (ahí acabo) “erres”; En el mismo paisaje se encuentra zafarrancho, ahí es nada. No me negarán que alcachofa suena fatal. ¡Será por su etimología netamente hispanoárabe! Nadie va a discutir, a estas alturas, que la musicalidad latina le da mil vueltas al desapacible árabe. Ya para terminar, el adjetivo chocho, en su acepción de “viejo” o “decrépito” -que no en el substantivo eroticovulgar- desprende un sentido ofensivo e insultante que desmerece la honorabilidad que se le debe exigir respecto a los ancianos.

En fin, con estas humildes letras no he pretendido más que jugar un rato con el lenguaje común, cosa que creo que deberíamos hacer más a menudo para desengrasarnos y quitarnos de encima el falso e hipócrita decoro que algunos mantienen frente a la lengua. El lenguaje se debe, también, a su vivacidad y dinamismo y, al igual que lo utilizamos con asiduidad, no deberíamos perder la ocasión para retozar, alegremente, en todas sus posibilidades. Que son infinitas.

Don Quijote no le hubiera comentado jamás a Sancho: ¡con la lengua hemos topado!

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