Entre sus angostas y vetustas calles transita la Historia sin que se perciba su itinerario. A través de las rendijas de algunas de sus celosías, unos ojos fatigosos bajo una boina insertada con ahínco observan la persistencia de una sobriedad permanente en su existencia. No se conoce el bullicio; el silencio oculta cualquier signo de estruendo. Un sol despiadado se desparrama sobre la superficie del pueblo, mientras que el frígido invierno agarrota las extremidades o el sofocante verano echa el resto.
Estremera se encuentra situado en medio de la comarca de Las Vegas (poco o nada que ver con su homónima americana, capital de Nevada) y pertenece, por muy poco, a la inventada Comunidad de Madrid, aquella que fue creada “para no ser menos”, siendo su municipio más oriental, lindando con la Mancha. Además de una guardería pública y un colegio -también público, claro- de educación infantil y primaria, su referencia monumental es la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, cuya construcción data del siglo XVI, en plena etapa del Renacimiento más discreto, justo antes de la explosión barroca que propició tantos desaguisados arquitectónicos. Uno de los laterales de la iglesia -un muro de dimensiones considerables, con apenas un par de mínimas oberturas en forma de ventanucos circulares- se abre a una placita, de dibujo sin ninguna gracia especial, con cuatro palmeritas que tendrán que esperar, un trío de bancos ansiosos por pillar a un grupito de ancianos derrotados, una triste papelera, cuatro plátanos que no son ni dejan ser, unas farolas dispersas y, el elemento protagonista, una fuente de tres al cuarto coronada por un minúsculo surtidor aún por inaugurar; el agua también.
Estremera ocupa una superficie de 79,10 km2 y contiene 1.261 almas, algunas de las cuales se encuentran pendientes de juicio por rebelión. El restaurante más conocido de la población (y el único) lleva por nombre “el Rincón de Higuerlop” (apellido más comercial, imposible) y ha recibido una solitaria reseña internética con el simple comentario de un excomensal: “lo peor que me ha pasado en mi vida”.
Por si se me olvida: Estremera es conocida, sobre todo, por su cárcel. Una modernidad exultante, inaugurada en 2008 por el entonces Ministro del Interior socialista Alfredo Pérez Rubalcaba (el que pudo ser y no fue, muy a su pesar...). Costó 100 millones de euros de la época. Rubalcaba necesitaba un partenaire: una inauguración de esta calaña necesita, también, por lo menos, un primer preso; en este caso, Francisco Granados (Consejero de la Presidencia de la Comunidad de Madrid y mano derecha de la ínclita Esperanza Aguirre) se prestó de buen grado al estreno de sus celdas, después de mostrar un currículum indiscutible en casos de corrupción sin límite alguno.
Cuando escribo estas líneas, un grupo de presos políticos catalanes (no vale la pena citar números ni nombres) pueblan este casi flamante centro penitenciario. Son buenas personas, pacíficos ellos y pacifistas sus métodos, gente intelectualmente preparada para servir a su pueblo, políticos honestos hasta la saciedad y, por encima de todo, maridos (esposas en la cárcel de Alcalá-Meco), hijos, padres, tíos, padrinos, hermanos, etc. Su situación judicial es la de “presos preventivos”, o sea, de los de “por si acaso”. No se ha fijado, ni tan siquiera -hasta hoy- la fecha del juicio y llevan privados de libertad desde hace la friolera de siete meses. Se les imputa (mediante acusación de la Fiscalía General del Estado -dependiente del gobierno de turno- y la decisión de un juez no creíble, por ahora, en Europa) un delito de rebelión; una rebelión nunca vista: sin armas ni violencia. Inédito.
El clásico “¡a por ellos!” funcionó y la injusticia española se ocupó del resto.
¡Ya vale de coñas marineras, ¿no?! Y eso que en Estremera no hay mar. Yo también pido su libertad inmediata. Queda dicho.