Escuchando a determinados líderes políticos españoles uno acaba deduciendo que lo que ha sucedido en Brasil -un intento de golpe de Estado por aluvión- les importa el pedúnculo de un pimiento.
Que la principal economía de América del Sur esté sujeta a vaivenes populistas entre la extrema derecha y la extrema izquierda es, sin embargo, un síntoma más de esta descomposición que padece la civilización moderna crecida alrededor de los regímenes parlamentarios, desde Argentina a Estados Unidos, o de Hungría a Rusia, pasando por Italia.
Aunque aquí hemos presumido durante lustros de una estabilidad política cimentada en la alternancia bipartidista de dos fuerzas que ocupaban la centralidad y la moderación dentro de sus respectivos ámbitos, hoy ese escenario ha cambiado sustancialmente.
Lo que no es de recibo, en ningún caso, es el intento demagógico de algunos de trasponer sin matices los esquemas políticos de Brasil, Argentina, Perú, Nicaragua, etc. a la realidad política española para arañar unos puntitos en el permanente ring electoral que padecemos.
Afortunadamente, España aún nada tiene que ver con las estructuras sociales que han posibilitado la perpetuación de los populismos radicales en América. Pero también es cierto que la única manera de detener esa irrefrenable tendencia mundial es que los partidos que se ubican en la moderación -aunque el PSOE de Sánchez de momento la haya abandonado por puro interés de perpetuarse a cualquier precio- se planten y no alimenten más la división de la otra mitad del arco al albur de fomentar los extremos.
Sin duda, el PP creyó en su día que le favorecía la división de la izquierda y el fortalecimiento de los neocomunistas iluminados de Podemos para debilitar a los socialistas. Craso error, que aún pagamos todos los españoles.
Y, por motivos similares, constituye otro gran fiasco del PSOE el haber llegado a pensar que el pírrico beneficio demoscópico a corto plazo que le producía la irrupción y crecimiento de Vox a costa de los populares tuviera algo de bueno para los intereses nacionales en su conjunto.
El populismo es hijo del extremismo, y los extremos políticos son una auténtica basura intelectual, que fractura la sociedad, ya se trate de independentistas catalanes, filoetarras, comunistas bolivarianos o derechistas nostálgicos de una España que no conocieron y que probablemente nunca existió.
Lleva toda la razón Cuca Gamarra al meter el dedo en la llaga de hasta qué punto Pedro Sánchez continúa alimentando sin descanso a sus socios populistas, entregándoles todo lo que piden, a cambio de conservar su asiento. Los acontecimientos ocurridos en Brasil o los de hace dos años en Washington, de extrema gravedad y que tanto nos evocan las imágenes del 1 de octubre de 2017 en Barcelona o el escrache al Congreso de los Diputados de los podemitas en 2016, serían hoy y aquí unos simples desórdenes públicos agravados que se saldarían con las penas irrisorias con que Sánchez ha premiado a los artífices del Procés a cambio de su apoyo a unos míseros presupuestos. No se pueden rebajar la solidez de las instituciones y sus mecanismos de defensa por un mero interés político eventual. Hay unos límites y se han superado con creces.
Si no se impone el sentido de estado a izquierda y derecha y, al contrario, se sigue fomentando la división social y el populismo, podemos acabar más pronto que tarde como países hoy tan aparentemente alejados de nosotros como Brasil o Perú. Y no será porque no hayamos visto las nefastas consecuencias de todo ello.