Uno de los efectos colaterales de los crímenes terroristas del 11-M de 2004 en Madrid -al margen de su indudable influencia en el resultado electoral de aquel año- fue el de instalar en la sociedad española y, desde luego, en sus dirigentes políticos, el pánico a involucrarse en cualquier acción militar que en el futuro pudiera producir eventuales réplicas de aquellos atentados terribles.
Solo así se explica la cobarde posición política que mantiene el gobierno español con relación a la respuesta militar que debe darse a las salvajadas y delitos de lesa humanidad del llamado Estado Islámico de Siria e Irak, organización criminal que, además de esparcir el terror en oriente medio, nos ha incluido expresamente como objetivo de su delirante guerra santa.
España lleva siglos instalada, voluntaria o forzosamente, en la trastienda del gobierno de las naciones, lo que explica nuestro poco peso en el concierto mundial, pese a nuestra anterior historia y la enorme extensión e influencia de nuestro ámbito cultural.
Y es evidente que la neutralidad o el apoyo más o menos explícito a los perdedores en los grandes conflictos mundiales nos ha pasado factura.
Todo esto debió empezar a cambiar después de la transición, aun de forma progresiva y, así, comenzamos a participar en misiones de paz y en alguna operación bélica de forma testimonial, como por ejemplo en los bombardeos en el conflicto de la ex Yugoslavia a principios de los años 90.
Todo este esfuerzo por ocupar el lugar que nos corresponde geoestratégicamente se fue al traste aquel maldito 11-M, con lo que, por desgracia, uno de los fines de aquella acción terrorista sí se consiguió, esto es, atemorizar a toda la sociedad española, incluido el ejecutivo. Luego vino la sangría que la hasta entonces oposición ocasionó en el gobierno del PP, con mentiras tales como la de que España había participado en acciones de combate en Irak, cuando lo cierto es que nuestras tropas desembarcaron allí después de la derrota militar del régimen. Hoy es fácil atribuir al último gobierno de Aznar la temeridad de haberse hecho una foto en las Azores con el jefe de la misión, el nefasto presidente Bush, dándole un apoyo político más o menos incondicional, pero no podemos olvidar que entonces la información que se manejaba era muy otra y la posición de la opinión pública también. Sin el 11-M, nuestra conciencia al respecto sería bien diferente.
Por más que Rajoy tema que aquella situación se repita, se juegue objeivamente la silla en el envite y que incluso determinados grupos políticos vean culpas en las víctimas de las acciones del Estado Islámico, España no puede permanecer aislada, esperando que otras potencias -algunas de ellas de menor peso, o sin interés directo, como Polonia o Dinamarca- nos resuelvan la papeleta. Los ciudadanos pueden y deben preguntarse por qué destinamos entonces una parte importantísima de nuestro PIB a la defensa y al mantenimiento de las fuerzas armadas, pues si de lo que se trata es de desfilar de vez en cuando, hacer ejercicios tácticos y cumplir únicamente misiones humanitarias, es obvio que no necesitamos semejante esfuerzo.
Desgraciadamente, el mantenimiento de los valores y derechos humanos de occidente tiene un precio, incluso en términos de vidas humanas de compatriotas, aunque sea políticamente incorrecto decirlo. Pero lo que está claro es que, o estamos o no estamos. Lo demás es pura indignidad y desvergüenza.