En septiembre

Cuando empezamos a percibir que poco a poco se va acercando un nuevo otoño, posiblemente incluso el ser menos melancólico del mundo se vuelve un poquito melancólico también.

De alguna forma, creo que eso siempre es bueno, pues a lo largo de mi vida todas las personas melancólicas que he conocido eran también, a la vez, buenas personas. Supongo que en esta apreciación influye algo el hecho de que, qué les voy a contar, yo también soy en el fondo un ser esencialmente melancólico.

El gran filósofo Carlos Gurméndez recordó en cierta ocasión que para los románticos alemanes del siglo XIX la melancolía era una isla maravillosa. La melancolía, decía él, "nos impide caer en el abismo de la tristeza; por supuesto, lleva a la reflexión serena y es un bien necesario porque suaviza la aspereza de la existencia".

Y aquí estamos ya nosotros, en un nuevo mes de septiembre, a punto de ver cómo empieza nuestra estación favorita, cubriéndonos desde hace unos días con una sábana poco antes del amanecer, desempolvando alguna vieja rebeca, disfrutando de la agradable brisa matinal o soñando con paisajes dorados y ocres.

Desde un punto de vista entre filosófico y existencial, podríamos decir que al igual que sentimos melancolía al recordar hoy con nostalgia todas las cosas hermosas que vivimos en el pasado, existe también una melancolía del futuro, provocada por la clara conciencia de todas las cosas hermosas que no podremos ya vivir mañana.

En mi caso, esa melancolía del futuro tendría su razón de ser sobre todo en el hecho de que un día no podré ver ya más a las personas que quiero.

Dicha melancolía estaría provocada también por todos los libros, películas, boleros y ciudades que no llegaré a conocer y porque habrá un día en que, muy posiblemente, ya no podré ver llegar de nuevo otro hermoso mes de septiembre.