En 1967, el conjunto musical Los Stop consiguió subir al hit parade su éxito "El turista 1.999.999" que triunfó en el IV Festival Internacional de la canción de Mallorca y nos hablaba del visitante que, pese a haber perdido la ocasión de recibir los agasajos que a la sazón se brindaron al turista dos millones, en la isla "fue feliz como el que más".
Era la época de los planes de desarrollo del franquismo, cuando cada año los salarios subían porcentualmente diez veces lo que la inflación -concepto socialmente inexistente- y los trabajadores podían pasar de la bicicleta al seiscientos. Un fenómeno económico irrepetible por demasiados motivos.
En solo dos semanas, hemos retrocedido, no ya a 1967, sino probablemente a los primeros días del siglo XX, cuando el turismo era solo una actividad al alcance de algunos románticos acaudalados que llegaban desde Barcelona en el vapor de la Isleña y de archiduques de Austria.
Ni uno, no tenemos un solo turista en este momento. Algunos, sentimentalmente hablando, quisiéramos volver a la Mallorca de hace cuarenta años, con la mitad de población, un sector turístico que no se comía aún todo el pastel productivo, olor a caca de vaca en el campo, una modesta pero variada industria y rincones de la isla vírgenes, frecuentados solo por escasos indígenas, sin guiris a la vista. Una isla que compaginaba la calma local con la ebullición turística en zonas bien identificadas. Pero, como digo, eso es solo sentimentalismo, no un plan económico de gobierno. Algunos lo confunden.
La extrema fragilidad de nuestra existencia se vislumbra en toda su crudeza con la arribada de un visitante no querido, el COVID-19. Y si nuestra propia vida es un milagro cósmico, la pervivencia de nuestro modelo económico es aun más precaria. El aleteo de una mariposa en Wuhan nos ha causado un maremoto de dimensiones orogénicas y nuestro sistema productivo se tambalea. Esta crisis no será un cap de fibló en medio del océano, o quizá sí, pero nos habrá alcanzado de pleno, desarbolando velas y jarcias y dejándonos al pairo, a remolque de los osados británicos y alemanes que, venciendo el miedo más primario, consideren que ya es seguro acudir a tomar el sol a un país con -hoy- más de 4.000 muertos por un virus que no iba a afectarnos salvo unos pocos casos puntuales (Fernando Simón dixit).
Recuerden todo ello cuando los políticos prometan en su programa limitar el número de cruceros, prohibir las terrazas o el arrendamiento turístico, o cuando usted se enoje por circular por carreteras atestadas de ciclistas paliduchos del norte de Europa. Acuérdense de los iluminados sin memoria que ignoran u olvidan que en esta isla, a principios del siglo XX, muchos niños andaban descalzos y se pasaba hambre y privaciones en miles de hogares.
Y una propuesta a nuestros dirigentes: Cuando pase esta pesadilla y llegue el primer avión con doscientos europeos ávidos de sol y moscas, monten un comité de recepción como toca, periodistas al pie de la escalerilla, ramo de rosas rojas y S'Estol des Gerricó incluidos para ofrendar nuestra eterna deuda de gratitud al turista 1.