El humilde término «rollo» procede del latín rotulus, que en sus orígenes solamente significaba «ruedecita».
Sin embargo, por esas cosas del lenguaje y de la vida, la palabra «rollo» y sus derivados disfrutan hoy de un valor polisémico y de un uso metafórico del que seguramente no gozaron nunca en el pasado. O no al menos en la antigua Roma y en la antigua Hispania.
Más allá de las acepciones clásicas o literales de «rollo», tal vez la primera en sentido figurado que podríamos destacar es que si hoy alguien nos cae bien, decimos que es un tipo enrollado. Y si queremos que nos caiga aún mejor o que nos ayude en alguna cosa quizás no del todo transparente o clara, le pedimos que se enrolle.
Por desgracia, me temo que esa es casi la única acepción positiva de ese término en castellano o en catalán, según podemos comprobar o constatar en nuestro día a día.
Así, cuando hacemos referencia a cosas o a personas que nos aburren, solemos decir que son un rollo. Además, esa visión negativa no acaba ahí, pues también censuramos a quienes nos han soltado, nos sueltan o nos soltarán un rollo, que puede ser patatero o macabeo, sin que ahora les pueda decir cuál de los dos es peor.
Y qué decir de las personas que siempre van a su rollo, tan egoístas normalmente, o de las que tienen malos rollos, o de aquellas otras que nos dan muy mal rollo ya sólo con fijarnos en la expresión de su mirada.
Paralelamente, cuando dos personas no pueden verse ni en pintura, decimos con cierto pesar que hay muy mal rollo entre ellas. Ese mal rollo puede darse asimismo entre ciudades, entre regiones, entre países e incluso entre continentes enteros, como podemos comprobar cada mañana al ver o escuchar las noticias.
Hay también familiares y amigos que cuando optan por criticarnos con suma dureza, suelen añadir justo a continuación: «Te lo digo de buen rollo». Puede que sea así, no lo niego, pero desde luego eso no evita que nos acaben machacando igual y que, además, nos dejen hechos polvo.
En esa misma línea se encuentran quienes tienen una cierta tendencia, no sé si deliberada o no, a «cortarnos el rollo» de manera sistemática, entendiendo aquí por «rollo» cualquier cosa que estuviéramos diciendo o haciendo de manera especialmente placentera y gustosa unos pocos segundos antes.
Por lo demás y en el otro extremo, hemos de reconocer que cuando algo no nos gusta demasiado, ya sea un modo de vestir, un tipo de música o una determinada decoración, solemos decir impertérritos: «No es mi rollo».
Ya en el ámbito de la más estricta intimidad, están los llamados rollos de una noche, que vendrían a ser la antítesis del amor romántico y para toda la vida. Aun así, a veces hay un término medio en ese ámbito, que se da cuando A se enrolla con B sin que a priori podamos saber si estarán enrollados unas horas, unos días, unas semanas, unos meses o unos años.
Sin abandonar aún el campo de la privacidad, deberíamos quizás hacer también mención de que novelas como 50 sombras de Grey y otras similares han hecho que casi en cualquier charla más o menos distendida sobre gustos íntimos y personales nos encontremos hoy con partidarios entusiastas —o con detractores acérrimos— del bondage, del BDSM y de otros «rollos raros».
En mi caso, y para aquellos lectores que tengan una cierta curiosidad, puedo decirles tranquilamente que los únicos rollos que de verdad me gustan son los de primavera. Culinariamente hablando, claro.