El regreso de la marabunta

Aunque se entienda como marabunta la población masiva de ciertas hormigas migratorias que devoran a su paso todo lo comestible que encuentran, el mismo vocablo define también un conjunto de gente alborotada y tumultuosa. Y eso, esta segunda acepción, se adapta perfectamente al título de este texto: la marabunta ha vuelto a las ciudades tras el período vacacional que permiten los calores habituales del estío.

La enorme masa humana que -durante casi un mes- había huido del asfalto de las grandes urbes, ha tornado para reintegrarse a su vida laboral y reemprender las rutinas pertinentes, ya sean las estrictamente familiares así como las de carácter social.

Aquellos que, consuetudinariamente, tenemos la inmensa suerte de “veranear” en una de estas descomunales colmenas humanitarias padecemos, a su vez, la gran desgracia de observar la reaparición del aluvión de sujetos que, fatigados por el exceso de dosis familiares irreparables, deciden retornar a su vida normal.

Ellos, los que un día se largaron, se han reencontrado una y mil veces, en su periplo estival, con miles y miles de ciudadanos como ellos que también se distanciaron de las capitales, ya sea en las cimas de las montañas, en las arenas playeras o, inclusive, en los monumentos típicos de otras grandes metrópolis. Este hecho, la masificación global, les ha colmado las ansias de vivir en “grupo” o, más bien, de vivir amontonados. Ya no quedan, prácticamente, rincones idílicos en ningún lugar del mundo, cosa que les proporciona, a ellos, a los que se fueron, un cierto sosiego grato y placentero. Necesitan sentirse rodeados de muchedumbre para sobrevivir con un mínimo de angustia vital.

Durante el mismo período veraniego, nosotros, los que nos quedamos, podemos disfrutar sobradamente de una cierta estabilidad medioambiental, entendiendo este término como clausura momentánea de los ruidos constantes que producen las masas en sus movimientos por la ciudad, así como de la fluidez vehicular y peatonal que -a parte de las clásicas obras municipales y de los arreglos de cocinas caseras- nos permite a nosotros, a los que no hemos huido, regocijarnos en el silencio y en el plácido paseo evitando, eso sí, aquellas zonas que son invadidas por los turistas, las bicicletas, los patinetes y toda esta clase de artilugios rodantes y sumamente molestos.

Pero, ¡helás!, todo llega a su fin en este mundo cruel y traidor. A principios de septiembre, un mes siniestro para todos, les da por volver, a los escapados, y las calles vuelven a rebosar de humos y estruendo y las tiendas, el metro, los mercados, las plazas, los cines y los espacios públicos regresan a sus estados “naturales” cargados de aquella humedad humana; abarrotada, la ciudad muestra sus peores esencias y el nerviosismo general se apodera del genio de sus habitantes perpetrando enojos y zozobras universales.

Y a nosotros, los que nos hemos quedado, no nos queda otra opción que recibirlos con resignación esperando la primera ocasión en que tengan la oportunidad de volverse a marchar y dejarnos tranquilos un ratito. Nos sentimos profundamente apesadumbrados y vivimos entre la nostalgia de lo que ha sido y la ilusión de un futuro más digno.

Sean bienvenidos, fugitivos, pero, por favor, vayan pensando en las próximas evasiones. Busquen, busquen: hay ofertas constantes.

¡Qué triste es la promiscuidad ciudadana!

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