El problema del poder

Los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder” (Mateo 20, 25). Así ha sido siempre, durante toda la historia de la humanidad: los poderosos abusan de su poder.

Entre los poderosos que oprimen al común de los mortales podemos distinguir dos tipos: los gobernantes y los ricos. Poder político y poder económico. El primero dicta y ejecuta las normas; el segundo dispone de la riqueza del país (el primero también, cada vez más). Las fronteras entre ambos a menudo no están claras, porque frecuentemente colaboran y hay un cierto trasvase entre ellos. El caso es que hay una clase dirigente que maneja el cotarro, y así ha sido siempre.

El problema político así visto consiste básicamente en controlar y limitar el poder, y desde este punto de vista podemos buscar un entendimiento entre progresistas y liberales, que buena falta hace: tanto unos como otros buscan teóricamente controlar al poder -al menos hasta que se dejan corromper por él-, pero difieren en su diagnóstico y consiguiente tratamiento.

Los progresistas sitúan el poder ante todo en los ricos y en sus grandes corporaciones multinacionales. Y su receta contra ello es dar poder al estado (lo escribiremos con minúscula por no contribuir a mitificarlo) para que los meta en vereda. Pero como decían aquellos poetas: si le das más poder al poder, más duro te van a venir a coger (en su acepción mexicana). Los políticos tienden a ir acaparando poder, creando nuevos organismos, dictando más y más leyes, regulando más áreas de la vida social, comprando más y más votos a través de ayudas y redes clientelares, desembocando con el tiempo en el totalitarismo (control total de la sociedad). Así el estado puede llegar a ser más peligroso para el ciudadano que cualquier multinacional, como ha demostrado la historia, pues por ejemplo tanto el nacionalsocialismo como el comunismo han perpetrado grandes matanzas de sus propios ciudadanos. De modo que esta estrategia no sirve más que para cambiar unos amos (los ricos) por otros (los políticos), a menudo peores. Porque el gobierno no se compone de ángeles ni de seres de luz, sino de hombres con las mismas virtudes… y defectos.

Los liberales, en vista de lo anterior, temen más el poder del estado, y por ello apuestan -apostamos- por limitarlo al mínimo. Pero aquí puede generarse un doble problema: por un lado, las grandes empresas pueden abusar de su poder, como hemos visto recientemente con el oligopolio tecnológico del grupo GAFAT (Google, Amazon, Facebook, Apple, Twitter), que tienen el poder de silenciar hasta al presidente de los Estados Unidos, y expulsar de internet a la competencia. Por otro, las grandes empresas pueden también comprar a los legisladores para obtener una legislación favorable (‘captura del regulador’).

Por ello la solución está en un punto intermedio, porque el peligro proviene tanto de gobernantes como de corporaciones, por lo que hay que buscar una solución equilibrada que limite a ambos y establezca unas normas justas para todos -también para ricos y políticos- que faciliten avanzar hacia el bien común. Y esto sólo puede hacerse cuidando el detalle, mediante una ciudadanía culta e informada consciente de que mantener la libertad exige una vigilancia constante. O como dijo Thomas Jefferson: "el precio de la libertad es una eterna vigilancia".

El poder tiende a corromper a quien lo detenta. Y quien mejor ha retratado esto es, por supuesto, J.R.R. Tolkien, que escribió ‘El Señor de los Anillos’ en plena Segunda Guerra Mundial, mientras dirigía cartas de consuelo a sus hijos combatientes. En su carta 52, tras declararse filosóficamente inclinado a la anarquía, entendida como “abolición del control”, escribe: “el trabajo menos propio de un hombre, incluso de los santos (que por otro lado fueron como poco reticentes a aceptarlo), es mandar a otros hombres. Ni uno entre un millón es apto para ello, y los menos aptos son aquellos que buscan la oportunidad [de mandar].”

Así que, queridos poderosos, destruyan el Anillo: acepten limitar su poder, antes de que se transformen en un Gollum decrépito, o aún peor, en un nazgûl esclavizado por el Enemigo. Basta ver cómo envejecen aceleradamente los presidentes del gobierno. Y queridos compatriotas, como ya sabemos que es extremadamente difícil reunir la fuerza de voluntad para renunciar voluntariamente al poder, ayudémosles exigiéndoselo. Limitar el poder, todo poder: en eso podemos ponernos de acuerdo.

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