Hay títulos que ya lo dicen todo; que cuentan lo esencial del redactado posterior hasta el final. Este es el caso de mi artículo de hoy. Es del todo evidente que titulando “El placer de escribir” ya se entiende (incluso se sobreentiende) que de lo que se tratará en el contenido es de lo placentero que resulta el acto de escribir. Por lo tanto, es también obvio que el que subscribe es un amante de la escritura y que, además, parece que disfruta con ello. Otro gallo cantaría si fuera el caso de titular un artículo de esta otra guisa: “Escribir es una mierda”. De manera que, visto lo visto, el lector ya sabe, de antemano, que se va a adentrar en un elogio del arte de escribir, lo cual quiere decir que todos aquellos lectores que aborrecen la lectura van a dejar, inmediatamente, de seguir el artículo de marras.
Una vez avisados los navegantes, voy a intentar introducirme, superficialmente, en algunos conceptos a tener en cuenta en el momento de instalarse sobre algo blanco (antes era un papel y ahora es una pantalla), armado, también, con algún artilugio propicio para marcar unas letras encima de ese “algo” blanco (antes era un utensilio físico -como un lápiz, un bolígrafo, un rotulador, una tecla de máquina de escribir o una pluma y, si me apuran, un cincel para grabar la piedra) y disponerse al acto sublime de escribir. No se preocupen. No son ustedes los que encuentran algo cargante el párrafo actual; realmente es que lo es. Lo que ocurre es que uno, cuando expone sus ideas a través de un escrito, no hace nada más que interpretar aquello que le hierve en el cerebro e intentar ordenarlo mínimamente para convertirlo en algo comprensible, inteligible. Y, seamos sinceros, no siempre lo consigue. Este párrafo que nos ocupa es el mejor ejemplo para ilustrar el hecho de que, a veces, la mente dicta y el “traductor” traduce mal; o peor, traduce confusamente y el sufrido lector se queda a dos velas con el signíficado de lo escrito, que es el caso. Pues eso.
En mi caso, al situarme frente al ordenador, con las manos encima del teclado (como si se tratara de un pianista antes de empezar a jugar con su teclas) siento, ya, de principio, una cierta sensación de bienestar y, a la par, un gran respeto. Sí: escribir me produce una gran consideración. A veces, incluso me da miedo. Ante la pantalla me siento, a menudo, insignificante, lo cual me parece una señal de adoración, veneración y devoción hacia la colosal disciplina que impone el noble talento de la escritura. Acabo de describir mi estado de bienestar antes del inicio del acto citado. Hay más. A medida que uno da comienzo al ejercicio del traslado de ideas hasta convertirlo en signos escritos, se acrecienta el bienestar inicial y, adaptado a cierta comodidad, se va convirtiendo en una sensación de confort para, posteriormente, pasar a la fase de paz, felicidad y, finalmente, placer. Durante este trayecto -que si la inspiración acompaña no es excesivamente dilatado- la persona que escribe se va elevando por encima de las rutinas y de las mediocridades y se alza, firme, en un estado de brillantez que le representa una satisfacción inmaterial pero que colma las aspiraciones humanas hasta límites insospechables. El tecleado de cada pieza, de cada signo, sitúa la respiración bajo un ritmo etéreo, una periodicidad refleja y constante: algo así como los buzos cuando están sumergidos bajo el mar viendo maravillas o el pianista que se sume en una partitura que no sólo le atrae sino que le cautiva irremediablemente. Uno, cuando está escribiendo, queda atrapado por una red compuesta de dicha, de fortuna y, en definitiva, de alegría pasional, una alegría que explota, rebosante, dentro del corazón hasta regar todas las neuronas del individuo. Escribiendo se siente y se valora la soledad: la soledad integral ante el poder del arte y sus ejecutores prácticos, la técnica, el oficio y la sensibilidad. Cada palabra, cada frase, cada párrafo ya escrito es una partitura original que suena por sí misma y que perdurará (si esa es la voluntad del escribiente) en el tiempo. Escribiendo, el individuo se comunica con la humanidad (con alguna o con mucha) y le traslada aquello que siente en su intimidad. En estos momentos -para poner un ejemplo- me estoy emocionando, en plena labor, y constato que mi ritmo cardíaco se está acelerando; seguramente debido a que ha entrado en una fase ligeramente orgásmica. Escribo más deprisa porque siento, de primera mano, aquel desasosiego que produce el exceso de placer, previo a la culminación del gozo final.
Como pueden observar, me resulta harto complicado intentar conseguir traspasar (¡anda, tres infinitivos consecutivos: cinco años de buena suerte!) la barrera de la eficacia narrativa y siento no haberles hecho llegar una mejor descripción acerca de mis sentimientos a la hora de escribir.
Ha sido sólo un primer intento. Aspiro a mejorar la próxima ocasión.