El pequeño comercio

He sido y sigo siendo un gran partidario de lo que se viene en denominar “el pequeño comercio”, es decir, las tiendas de proximidad. No tengo nada en contra -no faltaría más- de lo que se viene en denominar “las grandes superficies” y, además, en caso de que lo tuviera tampoco lo iría pregonando por ahí como un vulgar vocero de feria; entre muchas otras cosas, porque debo un respeto a los miles y miles de trabajadores que se ganan la vida legalmente en estos enormes y colosales centros comerciales; y, en segundo lugar por el negocio, también legal, que realizan las empresas productoras así como los distribuidores, cosa que genera un positivo avance de la economía global.

Otra cosa sería provocar un debate -que no existe y debería tratarse seriamente- entre la relación de precios que se establece desde que los
productores elaboran sus artículos y hasta que éstos llegan al consumidor, debate que forzaría a los distribuidores a explicar la “legalidad” de sus comisiones. Pero eso es harina de otro costal.

Vuelvo a lo mío: me gusta comprar en los pequeños comercios (tiendas de barrio, mercados, etc.) y me siento feliz por tener y disfrutar de mi tendencia. Me viene de lejos; desde mi más tierna infancia, para que nos entendamos. En mis años lejanos y ya perdidos me encantaba acompañar a mi madre a lo que llamábamos “ir a comprar”. “Hoy iremos a comprar”, me decía mi progenitora y yo, raudo, me sentía como un perrito que agita con alegría su rabo cuando observa como descuelgan la cadena o la cuerda de atar.

Entre las mil ventajas que le veo a la compra en esta clase de establecimientos, una de las más más importantes, para mi gusto, claro, es la facilidad con la que provoca una relación social; se trata de una relación vecinal, de grupo, tribal casi. Hoy en día se agradece que uno pueda establecer un tipo de ligazón -de corte
más bien poco íntimo pero, en todo caso, satisfactoria y complaciente- que te permite comentar los vaivenes de la vida, sus anécdotas, sus pesares, sus entusiasmos con otras personas más o menos conocidas.

Otra evidente excelencia de ejercer este tipo de comercio es el conocimiento mutuo entre cliente y vendedor. La Nuria sabe, perfectamente que tipo de pescado me gusta y como prefiero que me lo arregle; la Toñi me corta el jamón en dulce con una precisión exacta de su tamaño; Marta, me indica las mejores frutas y su
óptimo estado; La Carol me ofrece las carnes más tiernas y suculentas; Elvira conoce, al dedillo, mis gustos y preferencias literarias... y así hasta casi el infinito. Ya no es, sólo, el perfecto entendimiento en materia de calidad de los productos, si no que el trato recibido -cortés, siempre pero sin jabón- me satisface una enormidad. Soy una persona bastante graciosa (no es ningún mérito logrado a base de esfuerzo; es, simplemente, natural en mi persona) y, por lo tanto, los dependientes -de tiendas y mercados- se agarran a mi humor y me lo devuelven con creces, estableciéndose de este modo, una magnífica situación de complicidad y bienestar común. ¿Se puede pedir más?

Pero, claro, no todo el monte es orégano; existen excepciones y, algunas, de cierta relevancia: un par de días atrás, entre en una tienda en la que ya había comprado otras veces- y me encontré con una nueva dependienta. De entrada -y nunca mejor dicho- tardó en aparecer en escena; estaba, no sé, por “ahí dentro”.
Repetí, algunas veces, el clásico “buenos días” hasta que tuve que vociferar el tratamiento y, finalmente, berreé la fórmula habitual.
Apareció con un aspecto cansino y con el teléfono móvil colgado de su oreja derecha. Casi ni me miró y, por supuesto ninguna clase de saludo, ni afectuoso ni gruñón: me ignoró. Cuando acabó, sin prisa, su conversación ajena (que, por cierto, no era de carácter laboral), me observó como queriendo decir “qué quieres, tío”. Le
comenté lo que me había traído hasta allí y me dijo que “esto no lo tenemos”. Justo antes de marcharme con viento fresco vi, en una estantería, el producto que necesitaba. Se lo mostré y me soltó un “pues no tenía idea”. Cogí el producto -una botella de agua de colonia; era una perfumería- y yendo los dos hacia la caja
registradora ya no dejó de teclear en su aparato telefónico. Me molestó su actitud y se lo recriminé. Me mandó a paseo, así, sin demasiadas buenas palabras (seguía tecleando, ajena a mi ya más que incipiente cabreo) y entonces lo vi claro: le dejé el producto encima de la mesa y le recomendé un viaje hacia tierras lejanas,
zonas donde sus habitantes ejercen el canibalismo más puro y tratan a los visitantes con insultos feroces mientras los van despellejando. Cerré sin portazo, suavemente.

Total, en general, el pequeño comercio es un bálsamo social indispensable, sobre todo en una época en la que la televisión, el ordenador, los aparatos electrónicos (móviles y tabletas) y el “teletrabajo” han conseguido que los humanos seamos, cada día cada día un poco más anónimos, más robots y menos sociables.

Por favor, se lo suplico: utilicen ustedes esta clase de tiendas antes de que desaparezcan de la vista. Ya no queda mucho tiempo.
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