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El muro

Por Vicente Enguídanos
viernes 03 de febrero de 2017, 03:00h

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Sin minimizar la trascendencia de las medidas que ha dictado el nuevo inquilino de la Casa Blanca, la barrera que les separe de Méjico no es la más grave ni la más sorprendente. Dejando al margen que una tercera parte de la frontera sur ya está vallada, desde el mandato de Bill Clinton, y que completar los 3.200 kilómetros que van de San Diego a Brownsville no van a ser más impermeables que otras políticas del mandatario americano, lo que resulta aterrador es el efecto que están produciendo las migraciones en las últimas décadas.

La crisis de los refugiados procedentes del Próximo y Medio Oriente está demostrando la incapacidad de que la Unión Europea resuelva la integración de menos del 3% de su población y se está convirtiendo en fuente de problemas para la clase dirigente, con el riesgo de inestabilidad democrática que amenaza nuestro estilo de vida. Pero más allá de una trágica situación que no puede prolongarse más en el tiempo, aunque ya ha provocado diez mil muertos durante la travesía mediterránea en busca de paz y libertad, existe un flujo de millones de seres humanos que solo huyen de la miseria.

Esa participación de la riqueza y la amenaza de perder calidad de vida han sido la fuente de una victoria republicana en USA, por la resistencia de los pobres a la llegada de los miserables, o del tijeretazo al cordón umbilical que une el Reino Unido con el continente, porque una gran cantidad de individuos temen perder el disfrute de su teórico estado de bienestar. También la xenofobia, que sigue creciendo en países consolidados democráticamente y en algunos más noveles, estimulada por la identificación del terrorismo y la delincuencia con la llegada de inmigrantes, puede suponer la desintegración de los valores que Europa quiso exportar y la cuña que agriete su endeble cimentación.

Hagan lo que hagan Trump, Putin o Netanyahu, la globalidad de la comunicación seguirá haciendo sugestiva la aventura del nuevo mundo para todos los que tienen un presente incierto y ven su pervivencia en riesgo. Por altas que sean las barreras, la vergüenza las derruirá, como Berlín desmontó la suya en 1989, piedra a piedra y al ritmo de Pink Floyd. Además, como reconoció el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, “si a los que llegan de fuera les ponemos puertas, entrarán por las ventanas”. Pero una vez dentro, deberemos acomodarles en una habitación o tendremos un conflicto en casa.

La superpoblación, la longevidad y la robótica acentúan los riesgos de pobreza en una amplia capa de la sociedad occidental y el temor a que la inmigración descontrolada acelere el proceso, son el caldo de cultivo que se testimonió hace unos días en la ciudad alemana de Coblenza, donde los líderes de los grandes partidos europeos de ultraderecha pusieron las cartas sobre la mesa, ante la proximidad de elecciones generales en Alemania, Holanda y Francia. No es la antítesis de izquierda populista la solución más adecuada para frenar el éxito que les presupone, porque el choque de trenes nos podría llevar a una lucha fratricida, de peores consecuencias que las dos grandes guerras que soportó el siglo pasado.

Lo que debería ser una exigencia de primera magnitud es la toma de decisiones eficaces y la adopción de medidas solventes, encaminadas a aliviar la presión social que sufre medio mundo, para evitar que deban liar el hatillo y lanzarse al camino. Al mismo tiempo, tomemos conciencia todos, jóvenes y ancianos, de que la Tierra está cambiando como hábitat confortable para unos pocos, por lo que deberemos renunciar a nuestro estatus privilegiado, si queremos que nuestros nietos la conozcan.

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