el microscopio | emilio arteaga

Vacaciones en la playa (y 2)

La semana pasada nos quedamos en el momento de marchar de la playa, de muy mal humor, hacia el apartamento a comer. Llegamos, hay que descargar todos los elementos playeros: pelotas grandes, palas de jugar a esa especie de tenis de mesa sin mesa, que consiste en que dos jugadores, a veces más, se van tirando uno a otro una pelotita con las susodichas palas, sin que se sepa muy bien cual es el objetivo del juego, aparte de dar de vez en cuando a alguna de las personas que están tostándose, vuelta y vuelta, tumbadas en la arena sobre toallas o esterillas, la pelotita de marras, las gafas, los tubos y las aletas de buceo, lo que ahora se llama “snorkeling”, los cubos, palas y rastrillos para hacer castillos de arena, que casi nunca pasan de montones de arena colocados de forma que simule, más o menos, la empalizada de un fuerte fronterizo, de cualquier frontera, el colchón o la canoa hinchables, el remo, las toallas y las bolsas con todo el resto de avíos pertinentes. Una vez todo descargado, procede la ducha refrescante de agua dulce y la situación parece que tiende a mejorar.

Pasamos a instalarnos en la terraza, poner la mesa, acabar de hacer la comida que ya habíamos dejado medio preparada y abrir una botella de un buen vino. Una comida y un vino decentes nos reconfortan y casi nos olvidamos de las cuitas de la mañana.

Una vez recogida la mesa y después del café, o el té y quizás un gin tonic, o un cuba libre, o algún otro trago largo y frío, que la temperatura tórrida no aconseja bebidas de enjundia alcohólica a palo seco, llega la hora de la siesta. El problema es que, si no tienes aire acondicionado, hace tanto calor que apenas consigues sumergirte en un duermevela inquieto, del que te vas despertando cada poco, con lo que no consigues descansar demasiado. Después de la siesta dejas que la familia vuelva a la playa y te quedas leyendo un libro, o mirando por la tele alguna película de serie B, del oeste, o un peplum, o una de policías. Cuando, al cabo de un par de horas, estás medio adormilado aprovechando que la temperatura ha caído un poco, regresa la familia y se repite el ritual del mediodía: descarga de materiales, duchas, etc., esta vez acompañado de información adicional que no te interesa: se estaba mucho mejor que esta mañana, había mucha menos gente, el agua estaba mucho mejor; información que, los días que te resignas a volver a la playa por la tarde, nunca se confirma, siempre hay la misma gente, o más, que por la mañana, el agua está más o menos igual y, por supuesto, nunca se está mucho mejor que por la mañana, ni siquiera un poco mejor, se está igual o peor, porque llevas el cansancio y el cabreo acumulado de todo el día.

En un intento a la desesperada de acabar bien el día, has contratado una canguro para que se quede con los niños y poder salir a cenar con unos amigos. Hemos reservado en un restaurante situado en un llogaret de interior cercano, que nos ha recomendado con vehemencia un conocido, que goza de fama de entendido en cuestiones de gastronomía. Partimos, después de llegar a un acuerdo sobre quien conducirá y, por tanto, no consumirá alcohol, en lo que ha habido suerte, ya que uno los amigos es abstemio y otra no puede beber porque está tomando antibióticos por un absceso dental. Llegamos al restaurante, situado en una casa antigua típica, bastante bien restaurada, al menos lo que está a la vista y con una decoración que podríamos denominar rústica típica mallorquina de museo, consistente en que todas las paredes, los rincones y parte del suelo están llenas de un conjunto abigarrado de instrumentos y aperos agrícolas, utensilios domésticos, estampas y fotos antiguas en marcos típicos, espejos, cestos llenos de cítricos, muebles rústicos y las mesas y sillas de sentarse modernas, pero imitando a las rústicas auténticas y bastante incómodas. El nombre del restaurante es mallorquín y es lo único que lo es. El personal es alemán, alguno balbucea algunas palabras en castellano, otros ni eso, de catalán mejor ni preguntar. Nos traen las cartas y, cómo no, están en alemán. La pedimos en español, ni pensar en catalán, y después de unos minutos nos traen solo una y tras algunos intentos en vano, logramos aclarar que es la única que tienen, que si queremos tienen en inglés y en francés. Nos ponemos a estudiar la carta y deducimos que estamos ante una fusión de cocina alemana con elementos mediterráneos, norteafricanos, indopakistaníes, tailandeses, japoneses y mexicanos. Puesto que intentar aclarar la composición de los platos, dada la situación de casi total incomprensión lingüistica con el personal, nos podría haber llevado toda la noche, optamos por el menú degustación. La carta de vinos se compone casi en su totalidad de vinos alemanes y franceses, con mayoría de precios severos a muy severos, así que pedimos un riesling kabinett de precio moderado y nos encomendamos a Dionisos. La comida resultó un pastiche excesivamente especiado, excesivamente picante, con mezclas de ingredientes que pretendían ser audaces y, en realidad, eran simples bodrios. No se salvó nada, ni los aperitivos, ni la ensalada, ni el pescado, ni la carne, ni el postre. Bueno sí, se salvó el riesling, menos mal. Por supuesto, la cuenta estuvo a la altura de un restaurante con una estrella Michelin, así que ya estamos de nuevo volviendo echando fuego por la boca, sobre todo por lo especiado y picante de la comida. A fin de intentar mejorar el mal sabor de boca, y no es una metáfora, nos dirigimos a un local conocido a tomar una copa, pero el resultado fue nefasto, ya que la bebida no hizo sino despertar los efluvios ígneos de la cena y acabamos todos tomando antiácidos.

Así que nos vamos a intentar dormir y, después de pelear durante un par de horas con el ardor y la quemazón, parece que lo vas consiguiendo, pero entonces te despiertan unos zánganos que pasan por la calle con las motos a escape libre y te acuerdas de sus muertos. Cuando ya lo estás consiguiendo de nuevo, te despiertan los gritos y cánticos de un grupo de turistas ebrios que, como pasa siempre, se detienen unos minutos justo delante de tu casa, manteniendo una discusión por motivos ignotos, incluso para ellos mismos. Al fin siguen su camino y tu, intentas dormir de una vez, aunque por el rabillo del ojo percibes una inquietante claridad por el este, que indica que ya está a punto de amanecer. Cuando te duermes ya es de día y, al cabo de dos horas los niños ya se han levantado y hay que preparar el nuevo peregrinaje a la playa. Estás tan desesperado, que empiezas a considerar dormir en la playa una alternativa tolerable.

El año que viene, si puedo, me voy a Groenlandia, a observar el deshielo de los glaciares, que como sigan al ritmo actual provocarán la elevación del nivel del mar que, solo con que el océano Atlántico subiera de nivel dos metros, haría desaparecer la práctica totalidad de las playas del litoral europeo, a no ser que empezáramos a construir diques como los holandeses. Y si no puedo, me atrinchero en casa con el aire acondicionado, mi música, una buena provisión de vino y cava, la serie completa de “La Cultura” de Iain Banks, que tengo pendiente de lectura desde hace tiempo y un maratón Stargate sg-1.

 

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