Uno de los argumentos recurrentes favoritos de los que se oponen a las vacunas es el de los intereses espurios de las industrias farmacéuticas y la posible connivencia, por acción u omisión, de las autoridades políticas, argumento que, tal como se suele presentar, es perverso. Por supuesto que ha habido muchos episodios oscuros protagonizados por las industrias farmacéuticas, actuaciones que han ido contra la ley, contra la ética, contra la decencia y, en definitiva, contra la sociedad y el bien común, y algunos de ellos pueden haber estado relacionados con vacunas, pero ello no resta ni un ápice a la utilidad y al beneficio que éstas han representado y representan para la humanidad. Al insistir repetidamente en relacionar los programas de vacunación con intereses comerciales de las empresas, se consigue introducir la idea de que la vacunación de la población no responde al interés general de la salud de los ciudadanos, sino al interés particular de la industria y, por tanto, las vacunas serían, en el mejor de los casos, inútiles y, con más probabilidad, perjudiciales.
Es cierto que la industria farmacéutica tiene, como toda empresa, el objetivo de ganar dinero y también lo es que, en ocasiones, sus prácticas empresariales han sido inaceptables. Eso ocurre en todos los ámbitos de la actividad económica; siempre hay comportamientos contrarios a la finalidad social que las empresas deben tener y también contrarios a la legalidad y a la ética, que deben ser detectados, investigados y castigados por las autoridades competentes. En el caso de la industria farmacéutica no se debe olvidar la estrecha regulación a la que está sometida, regulación lógica teniendo en cuenta la trascendencia que su actividad tiene para la sociedad; por tanto, es responsabilidad de los organismos reguladores y, en definitiva, de los gobiernos, vigilar sus posibles actividades fraudulentas. Pero ni estas actividades fraudulentas o inadecuadas de la industria, ni los posibles fallos en su detección y control por parte de gobiernos poco competentes o diligentes, incluso venales, son argumentos que invaliden el beneficio de las vacunas. La evidencia de la desaparición de la viruela y de la práctica desaparición, al menos en los países desarrollados, precisamente aquellos con programas de vacunación masiva sistemática, del tétanos, la difteria, las formas graves de tosferina, el sarampión, la rubeola, la parotiditis y la poliomielitis, entre otras enfermedades, solo puede negarse desde la ignorancia, el sectarismo o el delirio.
Otro de los argumentos que aducen los padres que no quieren vacunar a sus hijos, es el de que la vacunación obligatoria atenta a la libertad individual y que debería dejarse a la libre decisión de cada ciudadano. Sin embargo, la decisión en este caso, no la toma la persona afectada, el niño, sino sus padres, que deciden por él. Los padres que deciden no vacunar a sus hijos están jugando a la ruleta rusa con la salud futura, pero no con la suya personal, sino con la de los niños y no solo a una ruleta, sino a varias, una por cada enfermedad de la que no los vacunan y no ponen la pistola en su sien, sino en la sien de ellos. Sin olvidar que mientras arriesgan la salud de sus hijos, ellos probablemente sí están protegidos, ya que ellos sí fueron vacunados. No sé que pensarán los padres que no hayan vacunado a su hijo y le vean padeciendo una enfermedad y una muerte horribles por tétanos, o ahogándose por la difteria, o paralítico por la poliomielitis, o perdiendo sus facultades mentales y sensoriales por una panencefalitis esclerosante subaguda postsarampionosa, pero no me gustaría estar en su piel. Teniendo en cuenta la trascendencia, individual y colectiva, de los programas de vacunación, es dudoso que deba eliminarse la obligatoriedad de los mismos por este motivo. También la escolarización de los niños es obligatoria, aunque hay padres que preferirían recurrir a la enseñanza particualar en el propio hogar familiar. También es obligatorio el uso del cinturón de seguridad en los vehículos de pasajeros, aunque hay mucha gente que considera que es un atentado a la libertad individual.
Además, como ya se indicó en el artículo anterior, el cese de la circulación de los virus en la comunidad depende de que haya un determinado porcentaje de personas inmunizadas, de modo que incluso los pocos no vacunados están protegidos porque no hay practicamente posibilidad de que entren en contacto con ellos. Así pues, la decisión de no vacunar también tiene repercusiones para toda la comunidad y, por tanto, no es un tema de estricta libertad individual. Algunos países están considerando la posibilidad de hacer pagar más impuestos a quienes decidan no vacunarse o no vacunar a sus hijos, puesto que ello representará un mayor gasto futuro para el sistema sanitario, ya que estas personas están en riesgo de contraer más enfermedades, que no contraerían si se vacunasen.
Ello no quiere decir que no se deban considerar los casos individuales. Hay niños que, por sus circunstancias personales, no deben ser vacunados, al menos no de algunas vacunas, o no según los calendarios establecidos. También las autoridades y las organizaciones internacionales deben implementar y perfeccionar los planes de vigilancia y control de efectos secundarios y los sistemas de recogida y acceso público a la información. Asimismo se debe extremar el control sobre los ensayos clínicos de nuevas vacunas, que no deben autorizarse sin una evidencia suficiente y contrastable de seguridad, eficacia y un coste/beneficio favorable. También pueden y deben revisarse los programas actuales en función de los avances en los conocimientos y las nuevas circunstancias sanitarias de la población Y todo ello para que las vacunas sigan siendo lo que han sido hasta ahora, desde su introducción en la asistencia sanitaria, uno de los tratamientos más eficaces y que más han contribuido a la mejora global de la salud de la humanidad.