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El madrileño

Por Jaume Santacana
miércoles 31 de marzo de 2021, 07:00h

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De vez en cuando, no lo niego, me gusta generalizar y aprovechar los tópicos más comunes y ordinarios para dar rienda suelta a mi imaginación sin tener que dar explicaciones ni seguir normas acuñadas bajo el ordenamiento de lo “políticamente correcto”.

Así que, en mi breve aproximación sobre la tipificación de algunos habitantes de la villa de Madrid, no tendré cortapisas para soltar universalizaciónes y manidas opiniones referentes a esta clase de individuos; o, al menos, no reprimiré mis instintos a la hora de clasificar este género de personas que pertenecen a la precisa identificación de “madrileños”.

De momento, una consideración previa: cuando a un madrileño se le pide confirmación sobre su particular y conocida “chulería”, responderá, sin dudarlo, que no se trata de chulería sino de tener mucho “carácter”. Hay que tener en cuenta, también, que la gran mayoría de madrileños no han nacido en la ciudad. Ya si, puestos, se les pide que retrocedan en sus ancestros, uno se dará cuenta que casi no existe ningún ciudadano que pueda asegurar más de una generación anterior. Así pues que, de “gatos” (madrileños puros), contados y con lupa.

Suelen pensar -y, lo más decisivo, creérselo- que la única ciudad que existe en el mundo es la suya, o séase, Madrid; Creen, a pies juntillas, que “el resto” -el planeta, vamos- viven en aldeas remotas aunque se dignen visitar estos pueblos primitivos durante sus vacaciones. Están convencidos de que son el ombligo del mundo y aquí paz y después gloria.

El madrileño de pura cepa suele ser, por tradición, algo gañán y esa característica les confiere un aire -o un viento- de superioridad sobre el resto de los mortales, así que su patria y su “matria” es Madrid y a ti te encontré en la calle. Este hecho particular, en realidad, no provoca otro factor que el de mostrar sus propias carencias. Aunque realmente no lo demuestren siguen siendo de “provincias”. Queda medianamente claro que -en muchas ocasiones, salvo brillantes excepciones, claro- su ignorancia supina se suple con su chulería (su carácter, como decíamos antes). Al clásico madrileño nadie tiene derecho a cuestionar su manera de hacer, de pensar, de obrar, ni mucho menos recordarle que forma parte de una sociedad más amplia que su perímetro urbano.

Una parte fundamental del estamento madrileño es funcionario. La tal información representa el lleno total en los teatros donde acuden en masa al acabar su jornada laboral en cualquiera de las administraciones; solos o acompañados de sus señoras esposas.

Además, de los cerebros de los dichos funcionarios nacen los mejores chistes y chascarrillos que se producen en España y, muy probablemente, en el mundo entero. Sus horarios y sus faenas les permiten dejar suelta su imaginación y transformarla en energía humorística de todo tipo; es el ingenio madrileño, solo superado
por la Andalucía de toda la vida.

En fin, estos breves esbozos de una parte de la idiosincrasia madrileña me sirven en bandeja poder llegar a la conclusión de que existe una figura política que, con suma listeza, ha sabido, a la perfección, mezclar todos estos elementos y ofrecer al mercado de la capital una fórmula mágica de éxito electoral y, por lo tanto, de llegar al poder: el político se llama Miguel Ángel Rodriguez (M.A.R. para los amigos) y la fórmula que este brillante cavilador ha inventado lleva por nombre Isabel Díaz Ayuso. M.A.R. Ha sabido crear de la nada a una señora que, la verdad, sin él, hubiera sido imposible. Ayuso, simplemente, no existiría.

El madrileño sabe que con esa diosa de la originalidad y la extravagancia política podrán mantener su imagen en el espejo cada vez que se observen.

Arrasará, aviso.

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