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El glamour

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 22 de octubre de 2022, 03:00h

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Aquí donde me ven, a mí lo que de verdad me gusta es el lujo, aunque sea un mundo que no he llegado a conocer y que sólo he atisbado a través del cine o la prensa. De hecho, hubiera querido ser una de esas personalidades famosas que no se pierden nunca un evento, aunque a lo mejor coincidan cinco o seis el mismo día y a la misma hora.

Cuando aún era joven, soñaba con ser el posible acompañante de una baronesa o de una marquesa algo más mayor que yo, que imaginaba que se llamaría, no sé muy bien por qué, Ludmila Elisabeth Von Dross de Chatenburg, que además sería una riquísima heredera de uno de los linajes de más rancio abolengo del extinto imperio austrohúngaro.

Ya saben, camisas de seda, viajes en primera clase, cruceros por el Mediterráneo, cenas en los mejores restaurantes del mundo, fines de semana en Venecia, Praga o París y, sobre todo, fiestas llenas de elegancia y glamour. Pero el sueño de llegar a conocer a Ludmila Elisabeth —Ludmi Eli para los amigos— nunca se cumplió, al menos para mí.

Ustedes me dirán, con razón, que no es necesario acompañar a baronesas procedentes del exilio centroeuropeo ni salir casi de Mallorca para conocer lo que es el lujo, pero también es verdad que los ingresos de quienes nos dedicamos a escribir no suelen dar para muchas alegrías, ni económicas, ni sociales, ni amorosas, ni casi de ningún tipo.

En sentido estricto, lo más cerca que he llegado a estar del glamour y la suntuosidad ha sido cuando he ido a dar un paseo o a mirar escaparates por el Passeig Mallorca, Jaume III o Es Born, cuando he pasado cerca de alguna terraza de moda en Es Molinar, Blanquerna o el Passeig Marítim, o cuando he visto muy a lo lejos a alguna celebridad.

Yo creo que ese es el principal motivo por el que me encantaría poder escribir algún día crónicas de sociedad, aun siendo consciente de que seguramente acabaría siendo víctima de una especie de «estrés posfarrático», pues raro es el día en que no confluyen en nuestra querida isla decenas de fiestas, inauguraciones, cócteles o cumpleaños.

Mi nueva labor tendría, en cualquier caso, dos grandes ventajas. La primera sería que, por fin, podría conocer personalmente a alguna baronesa o a alguna marquesa. Y la segunda ventaja sería que en la mayoría de esos sofisticados eventos me invitarían a cenar o, como mínimo, a disfrutar de algún vinillo, de algún canapé o de alguna croqueta.

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