Hablamos de dos vocablos que expresan dos conceptos muy distintos: el fútbol es un juego (algunos lo llaman deporte), mientras que la violencia es la cualidad de violento (alguien que actúa con ímpetu y fuerza). En principio, ambas expresiones no tendrían por qué relacionarse; en principio. Cuando se habla de la violencia en el fútbol, normalmente, se refiere a actos externos al terreno de juego donde dos equipos de once personas contienden por meter una pelota dentro de la red contraria; es decir, se alude a acontecimientos extradeportivos consistentes en broncas de los espectadores en las gradas o bien disputas entre aficiones —bandas de aficionados salvajes— de uno u otro equipo ya sea dentro o fuera de los campos donde se practica un encuentro.
Últimamente (en todas partes cuecen habas) unos padres o familiares de jugadores juniors o alevines, se han dado de porrazos en un partido que debería haberse jugado con una tranquilidad absoluta; ¡pedazo de imbéciles con patas! En algunos partidos de ámbito internacional (en Madrid se conoce bien el asunto) las hordas bárbaras han arrasado con calles, hoteles, terrazas, plazas y lo que se conoce como mobiliario urbano, tal como papeleras, semáforos, contenedores, etc. Se calientan con sangría de medio pelo y con cervezas y ginebra unidas y se muestran dispuestos a asolar todo aquello que se les ponga por delante; panda de borrachos sedientos...
Yo creo, sinceramente, que ya va siendo hora de clarificar las cosas e intentar dilucidar los verdaderos motivos que originan los ensañamientos entre personas dentro del entorno futbolístico. Por definición, el fútbol ya es violento de por sí. Una serie de individuos habillados con pantalón corto, calcetines largos y camisetas —once de ellos con unos colorines determinados y los otros once con distintos colorines (más que nada, para que no se confundan entre si)— deben luchar entre sí, enfrentarse para conseguir poseer una pelota hinchada y, si es posible, meterla dentro de una portería, a poder ser en la contraria. En esta contienda, inevitablemente se producen situaciones que algunos denominan rivalidad y otros directamente hostilidad. Cada equipo debe mantener la pelota en su poder el máximo tiempo posible y, mientras tanto, la obligación de los contrincantes es, simplemente, quitársela; la pelota, claro.
Me parece evidente que para que un hombre le quite un balón a otro que lo necesita para sus honrados propósitos, en un momento dado se tenga que producir un choque, o sea, un acto de violencia. No vale la charla ni los ruegos pidiendo que el contrario, por favor, te devuelva la pelota que te ha quitado hace un rato. No son momentos para la reflexión ni la oratoria. Es momento de soplamocos y galletas; así de clarito. El juego —como tantos otros juegos— tiene sus normas y, por consiguiente, sus castigos. Se suele sancionar por dar mamporros a un jugador antagónico; no acostumbra a pasar que se zurren entre miembros de una misma agrupación. Las condenas dependen de dos factores: el grado de sangre derramada por el leso o bien el lugar donde se ha cometido el atropello (más o menos cerca de la portería). La labor del personaje llamado árbitro sirve para estos menesteres. A veces, el lastimado es el propio árbitro. Creo que me he explicado con claridad: la violencia es intrínseca con el fútbol; no hay juego sin forcejeo ni brega, a no ser —también ocurre a menudo— que los dos equipos se hayan puesto de acuerdo mutuamente, previo prestaciones de orden pecuniario.
Creo que existen dos tipos de deportes: los violentos y los pacíficos. Entre los primeros (que se rigen por las características que he anunciado más arriba, ut supra diximus, como dicen los lumbreras latinistas), se situarían el fútbol, el baloncesto, el balonmano, el rugby y el hockey entre otros tantos; en el lugar reservado para los no violentos, o mansos, encontramos el tenis, el lanzamiento de martillo (incluso con los casos conocidos de muerte de personas próximas a causa de la fortaleza del lanzador o de su miopía), los saltos de longitud y altura o la natación (siempre que no se salgan del carril asignado o que no jueguen a waterpolo).
Para concluir, qué mejor que un colofón: el deporte sano y pacífico es adecuado para el cultivo físico del cuerpo, para desarrollar los musculitos (y poder lucirse en la playa), para instruirse en las artes de la astucia y las artimañas pulcras, para adelgazar y, ¡qué caramba!, para sudar. El fútbol es una escuela de ferocidad, atropellos y exabruptos; una cueva de burladores y engatusadores donde reina el pitorreo y prima la argucia, la picardía, la corrupción, el cuento y la confusión.
Con sólo observar, unos segundos, cualquier grupo de aficionados berreando como primates pirados en una grada de un estadio, uno se da cuenta del hecho inmediato de que la estupidez humana representa una enorme nube que no deja ver el sol. (ni la luna, si es de noche).
¡Qué pena!