El exitus de Noa
viernes 07 de junio de 2019, 09:29h
Quizás estemos perdiendo la capacidad de indignarnos, pero el caso de Noa Pothoven ha pasado por los medios españoles de manera más bien discreta.
El suicidio es la segunda causa más frecuente de muerte entre adolescentes y jóvenes hasta los 29 años, según datos de la OMS. La paradoja es que, en un mundo cada vez más rico, en el que el bienestar se ha convertido en un derecho fundamental, la desesperanza cunde, como si al otro lado del espejo se tratara de compensar el exceso de bienes materiales del que vivimos rodeados esparciendo la densa niebla de la derrota personal.
Pero una cosa son nuestras patologías sociales y otra cosa muy distinta es su institucionalización. La eutanasia, que ya en sí entraña un inmenso dilema moral al ser humano, acaba desencajándonos por completo cuando hablamos de la muerte de un menor de edad.
Noa Pothoven, la hermosa joven holandesa que decidió que no quería vivir más, solicitó acogerse a la eutanasia, legal en los Países Bajos desde principio de siglo, incluso para adolescentes a partir de los doce años.
Su lacerante historia -dos episodios de abusos en la pubertad y una violación a los 14 años- le produjo un gravísimo estrés postraumático que la sumió en la depresión y la bulimia, de la que el sistema de salud neerlandés no acertó a sacarla.
Sorprendentemente, sin embargo, a los dieciséis años Noa reunió el valor de escribir en clave autobiográfica el calvario que padecía, obteniendo premios a su arrojo.
Los facultativos responsables del sistema que evalúan los requisitos exigibles para acogerse a la eutanasia rechazaron su caso repetidamente, por entender que no se habían agotado las posibilidades terapéuticas y por no haber finalizado el proceso de madurez de Noa.
Pero, aun así, ella decidió seguir adelante y comunicó a su entorno su firme decisión, que ejecutó dejando de comer y beber, con la aquiescencia de sus padres, la supervisión de un médico y hasta la visita, días antes de fallecer, de una diputada verde, conmovida por su historia, pero, por lo que se ve, incapaz de remover la conciencia de la acomodada sociedad holandesa.
Tengo una hija de la misma edad que Noa. No puedo siquiera abarcar en mi imaginación el dolor que puedan haber sentido sus padres al terminar aceptando resignadamente la decisión de su hija.
Muchos hombres y mujeres de cierta edad nos hemos tenido que enfrentar al sentimiento contradictorio y desgarrador de estar deseando que un enfermo terminal al que amamos termine ya de sufrir. Normalmente, se trata de personas ancianas o, al menos, adultas. Pero incluso cuando la muerte es una bendición para el enfermo, el alivio no aplaca el dolor por la separación. Llegamos a reprocharnos íntimamente si de verdad hemos deseado ese final, porque nuestra mente está programada para la supervivencia, no para aceptar la muerte, aunque Tánatos forme pareja indisoluble con la vida.
Noa, que no es la primera adolescente con problemas psiquiátricos que solicita la eutanasia en Holanda, falleció porque la relatividad moral que nos invade prima el individualismo hasta límites tan absurdos como que el estado consienta facilitar el suicidio de quien tiene sus facultades volitivas, como poco, mermadas por sus dolencias, antes que invertir en tratamientos y centros especializados en las enfermedades mentales de los jóvenes.
Noa era una joven -para mí una niña-, hermosa e inteligente, de 17 años, con toda una vida por delante. No dudo de la firmeza de su decisión, ni del amor de sus padres, ni de la buena intención del médico que la asistió.
Pero el exitus de Noa es nuestro inmenso y trágico fracaso como sociedad.