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El embudo

jueves 17 de septiembre de 2015, 19:01h

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Un portavoz del presidente de la Comisión Europea ha reiterado que Jean-Claude Juncker mantiene la línea marcada en 2004 por el expresidente Romano Prodi  y que ratificó José Manuel Barrosso: "Tras una declaración de independencia sería un tercer país, los tratados no se aplicarían y esa región estaría automáticamente fuera de la Unión".

Aunque los secesionistas catalanes y los oponentes unionistas centran sus últimos esfuerzos en tomar posiciones respecto de la hipotética relación del principado con los Estados Miembros, sin la mediación española, a mí me cuesta entender por qué existe tanta fobia por ser solidario con las regiones colindantes y les resulta tan sugestivo mantener el lazo con pueblos de origen desigual y renta tan baja o menor que la de la otras comunidades autónomas. Supongo que los soberanistas de discurso parcial olvidan que los herederos de Robert Schuman hacen bandera de la cohesión y que el futuro de la Unión va hacia una Europa más fuerte y unida (¿les suena?), donde los pueblos que la conforman tendrán personalidad propia, pero un rigor presupuestario y normativo mayor que en la actualidad.

Será que siempre me ha parecido una falacia el tema de las balanzas fiscales y la tentación castiza de asemejarse al rico, olvidando que los hay peores que tú. Cataluña, dentro y fuera de España, está poniendo en peligro su afinidad comercial y la comprensión del conjunto de los españoles y vale la pena que recuerden que Aragón les compra más que toda Francia. Diga lo que digan sus representantes, elegidos para gestionar bien los recursos disponibles no para quebrar el statu quo constitucional, son las empresas radicadas en ese territorio y los ciudadanos que tributan por su renta o patrimonio las que confieren un valor a la fiscalidad regional. Una situación que puede cambiar con la deslocalización, tan rápido como interesa al gran capital y de eso saben en esa esquina. De todos modos, si cunde el ejemplo de los mandatarios de la Generalitat y sus adláteres, todos los contribuyentes que aporten más que la media comenzarán a plantear su independencia, determinando su objeción fiscal o exigiendo que los servicios públicos que reciban sean mejores que los de aquellos cuya renta per cápita es menor. Es más, si el mapa de las cuatro provincias no se difumina en veguerías, debe tener en vilo a los dos millones de tarraconenses, leridanos y gerundenses cuando los cinco millones y medio de barceloneses exijan que la distribución del presupuesto “nacional” atienda preferentemente a quien más aporta, olvidando el principio de solidaridad y redistribución que justifican los impuestos comunes.

Confieso que, si fuera factible un referéndum en el que todos los españoles nos posicionemos sobre el futuro de Cataluña, no sé si resistiría la tentación de votar a favor de su aislamiento, porque la demagogia sobre su potencialidad, que ha calado en la opinión pública, solo puede romperla un baño de realidad, que siempre es más tozuda que los discursos populistas. A pesar del bofetón que supondría, del que algo tendríamos que aprender las demás regiones con ínfulas soberanistas, empiezo a dudar que la lección sirva de algo, visto lo visto en Grecia.
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