Puede que con la edad -lo admito- me haya vuelto un abuelo “cebolleta” cascarrabias, gruñón y quisquilloso. En todo caso, no sería nada rara esta actitud tan típica y tópica característica genuina de la vejez. Me siento, pues, inserto en la mayor de las normalidades.
Debido, pues, al cambio que mi senil particularidad ha efectuado en mi personalidad, cada vez me cuesta más hacerme a la idea de alguno de los deterioros que se suceden en la sociedad que nos ha tocado vivir. Así y todo -y tal como repiten los adolescentes- “es lo que hay”. Otros prefieren la fórmula impecable y resumida del “ya te digo...”.
Es en el imperio de la lengua donde mi mente sufre más tortura; una tortura que, en ocasiones, alcanza el calificativo de martirio. Se habla mal -en determinados ambientes poco regadas por la cultura clásica se habla fatal-, pero, en definitiva , es bien cierto que la palabra se la lleva el viento; o, en todo caso, se convierte en humo y se olvida con una ráfaga de celeridad.
En la lengua escrita, la situación se complica. La escritura refleja, con mucha más incidencia, la podredumbre y el deslumbre de la falta de rigor que se traduce, finalmente, en el destrozo de un idioma a manos de la ignorancia, supina o mediocre, da lo mismo. Y, además, no hay que olvidar que lo escrito perdura más o menos y, por lo tanto, la pobreza lingüística se estampa contra un papel o una pantalla y, lo peor, crea escuela y esconde vergüenzas.
En lo que se refiere al vocabulario, la escasez de recursos es de tal magnitud que provoca -en aquellos que amamos, con fervor, las lenguas- una inmensa cantidad de sofocos y bochornos que, en ciertos casos, conduce a una especie de muerte espiritual, sin que se haya dado tiempo a provocar una catarsis cualquiera.
La pobreza del vocabulario que, actualmente, está en uso -en la mayoría de la población (activa y pasiva) es de tal envergadura que uno enrojece con una periodicidad incontestable, ineluctable. De hecho, unas pocas palabras son las que se utilizan para comunicarse en sociedad olvidando (o ignorando) la colosal riqueza existente en el mundo del léxico, un mundo complejo pero vital, abarrotado de matices, tonos y gamas que producen la salsa del guiso lingüístico. Es difícil, casi imposible, leer escritos comparables a la sensación que se siente ante un estofado de oca con nabos, para poner un ejemplo. Ahora, actualmente, lo escrito tiende a la pura hamburguesa o, si me apuran, a los “tigretones” de turno. Y sí, soy de un pesimismo apabullante.
Ya no vale la pena hablar de la ortografía, ciencia que ha desaparecido, casi por completo, del planeta del lenguaje. En eso, la tecnología ha hecho un daño irreparable; como también, la tecnología ha arrinconado la poca vergüenza que les quedaba a algunos que -siendo casi analfabetos- por lo menos, pedían ayuda a los que algo sabían. Recuérdese a los amanuenses (escribientes) que, en plena calle y con una mesa de apoyo, pasaban a lenguaje escrito aquello que la gente iletrada les solicitaba. Hoy en día, el atrevimiento, la osadía ha inundado las famosas redes sociales y la ineducación casi se considera más mérito y virtud que no carencia o imperfección.
Y finalmente -y dentro aún del terreno de la ortografía- nos encontramos en un campo de minas de un ejército que ha sido derrotado: los signos de puntuación. Nada que hacer con este genocidio cultural de inmensa dimensión. Ya no se trata de gente “normal” que hace décadas que dejaron de utilizar correctamente este importante aspecto gramatical; ahora, en estos precisos momentos, ni periodistas ni universitarios ni escritores (así, en general) hacen un mínimo buen uso de dichos símbolos, decisivos para una comprensión lectora básica y eficaz.
O sea que, ya ven ustedes, la precipitación hacia la hecatombe cultural y el derrumbamiento de la ilustración no tienen marcha atrás. En todo este despropósito universal hay tres factores decisivos: el virus de la ignorancia y la imposibilidad de corregirlo y disminuirlo; la informática, la tecnología y la desvergüenza que se usan para mejorar el estado del bienestar (la adoración a “lo fácil” y el olvido de los valores fundamentales de la humanidad junto con la destrucción de las tradiciones ancestrales; y, en tercer lugar, los americanos del norte, cuya obsesión por la simplicidad (y la simpleza, generalmente, convertida en estupidez flagrante) les lleva a convertir en aberraciones a su lengua cada día más universal, el inglés. Sólo una pequeña muestra: La preciosa ciudad de New Orleans (Nueva Orleans) se ha convertido -en carreteras, autopistas y periódicos, o sea, de manera oficial, en la monstruosa expresión “Niulins” -así, fonéticamente a lo bestia.
España es un país que ha encumbrado a personajes tales como Jesús Gil, Leticia Sabater, José Luís Moreno, (hoy de rigurosa actualidad) y tantos otros. Esa, y no otra, es la realidad. Ante este nivel de ídolos sociales, la lengua no ha podido resistir.
¿Queda claro, no?