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El concierto educativo, ¿regalo o derecho?

jueves 13 de agosto de 2015, 19:38h

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Como cada vez que se produce alternancia en el govern y pasan a ejercer la responsabilidad de su gestión partidos políticos de la izquierda, de nuevo han surgido algunas voces que, desde distintos ángulos, argumentos y con distinta solidez –o, mejor dicho, falta de ésta-, pretenden entablar un debate acerca de la misma existencia de la enseñanza concertada. Es algo cansino que los titulares y los millones de familias usuarias de los centros concertados tengan que justificar su propio derecho a existir, que los más radicales les niegan y los menos lo someten a tales condicionantes ideológicos que entonces dicha existencia se revelaría del todo inútil.

Hablemos claro. Los conciertos no son un invento para regalar dinero a los colegios privados, bien al contrario, constituyen el mecanismo –uno más entre los posibles, como lo fueron las antiguas subvenciones o como pueda ser el cheque escolar que predomina en otros países- para que los españoles ejerzan su derecho constitucional a escoger una enseñanza distinta de la ofrecida por los poderes públicos a través de una red de centros privados.

Ignorar esto es normal entre el común de los ciudadanos, pero resulta intolerable entre aquellos que trabajan en el ámbito educativo, aunque bien es cierto que esta ignorancia viene propiciada porque muchos de ellos centran tan solo su atención en el mero contenido literal del artículo 27 de la Constitución.

Dicho artículo dice muchas cosas, pero implica muchas otras más, tal y como el Tribunal Constitucional ha puesto de manifiesto en decenas de sentencias a lo largo de los más de 30 años transcurridos desde que dictó la primera realmente relevante sobre la materia, en 1981.

Pero, además, el derecho a escoger para los hijos un centro distinto de los públicos, a que este ejercicio se haga en condiciones de gratuidad semejantes –por lo que hace a la enseñanza reglada, no a todo lo demás que ofrecen los colegios, claro-, así como a que el titular del centro establezca su ideario o carácter propio, confesional o no, no solo dimana del citado artículo 27 y de su exégesis efectuada por el TC, sino de los múltiples tratados internacionales sobre derechos fundamentales suscritos por España y que, en aplicación del artículo 10.2 de la propia Constitución –artículo que muchos supuestos ‘expertos’ ignoran sistemáticamente- pasan a ser el referente interpretativo de todo aquello que se refiere a las llamadas ‘libertades de la enseñanza’. Entre estos tratados están, nada menos, que la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Asamblea General de la ONU, la Convención sobre los derechos del Niño, los pactos sobre Derechos Civiles y Políticos y sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales -también de la ONU-, más toda una serie de tratados y acuerdos específicos sobre materia educativa de múltiples organismos internacionales, como el Consejo de Europa, entre otros. El fundamento jurídico constitucional es avasalladoramente claro. La osada ignorancia de algunos, también.

Otros se limitan a decir que los conciertos son útiles pero que habría que ponerles como condición que la enseñanza que se imparta sea aconfesional y que, por supuesto, la religión salga fuera de las aulas. Curioso concepto de la libertad religiosa, desde luego. A muchos les gustaría que la Constitución dijera que España es un estado laico. El problema es que dice algo muy distinto y es que España es un estado aconfesional y que todas las religiones son dignas de igual protección por parte del los poderes públicos. Por tanto, los ciudadanos, que no tienen por qué ser ni laicos ni aconfesionales, -a menos que se impusiera una dictadura al estilo norcoreano- pueden expresar públicamente sus opciones religiosas en todos los ámbitos, incluido el escolar (lo siento chicos, lo dice la Asamblea General de la ONU). Por tanto, incluso aunque se opte por escoger un centro público, los escolares y sus familias tienen el derecho a expresar y estudiar las manifestaciones religiosas propias de sus convicciones, y ese es el fundamento esencial que permite –no sin obstáculos  ideológicos- que en los centros públicos españoles se pueda estudiar la religión católica, o la evangélica, la judía o la musulmana, que son las confesiones con acuerdos vigentes con el estado.

Los tratados entre España y la Santa Sede –a los que algunos siguen llamando, como en 1953, ‘el concordato’- no son, por tanto, los únicos fundamentos para que esto sea posible. Así que los entusiastas de sacar la religión de los centros educativos van a tener que proponer cosas más complejas que la mera denuncia de esos acuerdos o la derogación de las normas que amparan los pactos con las demás confesiones (por cierto, todas ellas promulgadas bajo el gobierno de Felipe González). Quizás tendrán que convencer a los dirigentes de decenas de naciones para que modifiquen los tratados internacionales que amparan esos derechos. Cierto es que hay países –poquitos- que en los 67 años transcurridos desde la Declaración de la ONU no se han adherido a sus postulados ni han suscrito los restantes tratados, como Corea del Norte o Cuba.

Me hacen gracia –por no decir que me dan pena- las sesudas declaraciones de otros en el sentido de que la religión sólo debe manifestarse y practicarse privadamente, porque éste es el concepto de libertad religiosa imperante durante el franquismo para las confesiones que no eran la entonces oficial. De manera que, lejos de superar el concepto de libertad religiosa del franquismo, algunos pretenden que se aplique por igual a todas las confesiones. Hay que ver, qué gran avance en materia de libertades proponen.

Por otra parte, el concierto educativo no es, como a veces se señala erróneamente, un invento del gobierno socialista de 1985. Sí lo es su universalización, sin embargo. El ministro Maravall tuvo el buen tino y la astucia política de convertir una figura ya apuntada en la entonces muy modernizadora Ley General de Educación de 1970, de su antecesor José Luis Villar Palasí, y haciendo de la necesidad virtud, convirtió el concierto educativo en el mecanismo general para garantizar los derechos y libertades de los que hemos hablado.

La concertada no es, pues, en ningún caso, una red subsidiaria de la pública, ni está para atender a aquellos sectores, territorios o tipo de alumnado que las administraciones no pueden o quieren escolarizar, como, por ejemplo, las personas con graves discapacidades en centros específicos, que es en nuestra comunidad patrimonio exclusivo de la red concertada.

La existencia y funcionamiento de los centros concertados no debe estar sometida, así, a la discrecionalidad de un determinado gobierno, sino a la demanda de los ciudadanos, que son los verdaderos depositarios de las libertades educativas.

Al diferencia de lo que algunas mentes simples manifiestan, los conciertos no solo no privan de un solo céntimo a la enseñanza pública, sino que, bien al contrario, con el enorme ahorro que supone por cada puesto escolar –la proporción de costes es de 2’5 a 1, según fuentes del Instituto Nacional de Evaluación Educativa- la enseñanza concertada hace posible que los distintos gobiernos puedan destinar a las necesidades de sus escuelas muchos más recursos, algo que, si solo existiera una única red pública –hoy por hoy, además, un objetivo materialmente imposible-, resultaría una quimera.

Se habla mucho del pacto educativo, de su necesidad y oportunidad, que suscribo plenamente, y por ello he participado activamente en las negociaciones de la plural, respetuosa y entusiasta Plataforma Illes per un pacte. Hay que hablar de esfuerzo compartido, de corresponsabilidad social y de muchas otras cosas que afectan o deben afectar por igual a la escuela pública y a la escuela concertada. Pero la primera piedra de un pacto es la de reconocerse mutuamente la legitimidad que supone admitir que el otro tiene derecho a su existencia.

Por desgracia, los hay que todavía no están dispuestos ni siquiera a eso.

 
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