Siempre soñé con poder llegar a vivir algún día en una gran mansión, en una finca que además tuviera un cierto toque aristocrático, como el que poseían los castillos que solían aparecer en las excelentes series históricas de la BBC que veía en mi infancia.
Una de las imágenes más recurrentes en esa fantasía nobiliaria era la de verme a mí mismo en alguna de las mejores estancias de esa hipotética mansión, por ejemplo en la biblioteca o en alguna de sus doce habitaciones con baño, leyendo un libro de filosofía junto al acogedor fuego de una gran chimenea.
Desde niño, siempre me han gustado la luz, el calor y el aroma que desprenden los troncos de madera que utilizamos para protegernos del frío, ya sea en una pequeña fogata al aire libre, en una chimenea clásica o en una estufa de leña.
Por diversas razones que tal vez no vengan ahora al caso, estoy prácticamente seguro de que nunca llegaré a residir en una gran mansión ni a vivir en una casa con chimenea. Así que creo que me tendré que conformar, como hice ya en los años de mi juventud, con llegar a disponer nuevamente de una pequeña estufa de butano o de una mesa camilla con un brasero.
Precisamente, pocas cosas debe de haber quizás más españolas, además de la tortilla de patatas y de las interminables discusiones políticas, que estar reunidos en torno a una mesa camilla y a un brasero, que es como todavía me imagino yo algunas veces a algunos de mis autores españoles favoritos, como don Pío Baroja o don Miguel de Unamuno, junto a otros grandes representantes de la Generación del 98, de la Generación del 14 o de la Generación del 27.
Cuando mi hermano Joan, mi madre y yo aún vivíamos juntos, teníamos también en casa una camilla y un brasero, que estaban ubicados en la sala de estar. En las noches más frías, el momento sin duda más difícil para los tres era el de levantarse y abandonar ese espacio para irse a continuación cada uno a su cuarto a dormir. En más de una ocasión, yo creo que estuvimos tentados de seguir sentados en la sala de estar toda la noche, con los pies bien calentitos, aunque por prudencia nunca lo llegamos a hacer.
Quizás algunos amables lectores se estén preguntando ahora, con razón, por qué estoy hablando de chimeneas y de braseros precisamente hoy, en este soleado y caluroso sábado del mes de mayo. Yo les diría que esencialmente lo estoy haciendo por dos razones. La primera es que soy una persona muy friolera. Baste decirles que en estos días todavía estoy durmiendo con una manta y con mi edredón nórdico. Y la segunda razón es que me temo que el cambio climático sigue por ahora su avance imparable.
«Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo», decía aquel entrañable refrán que varias generaciones de españoles hicimos nuestro durante décadas. Pues bien, viendo cómo está hoy el mundo, creo que más pronto o más tarde casi todos tendremos que acabar haciendo también nuestro un segundo refrán de contenido igualmente dadaísta y climatológico, seguramente igual o muy parecido a este: «Hasta el cuarenta de mayo procura tener tu propio brasero siempre a mano».