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El alimento y el pensamiento

Por Jaume Santacana
miércoles 14 de febrero de 2018, 02:00h

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Que el comer y el beber influyen considerablemente en nuestra manera de pensar es cosa que ya sabíamos todos desde muy antiguo -your eating and drinking will govern your thinking, dice al respecto una vieja máxima inglesa-, pero le estaba reservado a nuestra época modernísima, abarrotada de hiperventilados y papanatas avanzados, el hecho de descubrir que nuestra manera de pensar tiene, a su vez, una influencia no menos considerable sobre lo que comemos y bebemos, o sea, sobre nuestra alimentación.

Antes se decía que un buen almuerzo predisponía al optimismo. Hoy en día, la teoría considera que el optimista saborea como buenos los almuerzos más detestables y, además, a través de la ilusión, le saca a un menú casi tabernario -de Bodegas Tomás, junto a un mecánico, a 15 € por barba- mucha más substancia nutritiva de la que un pesimista le podría sacar a un menú pijo -de reputado chef, de a 200 € por barba.

“Usted se toma, por ejemplo, unas tostadas con margarina -dice el eminente profesor de bioquímica de la Universidad de Kioto, Umetino Kuzusaki- y si está usted mentalmente predispuesto contra ese sucedáneo de la mantequilla (de la buena, de la de vaca), es casi seguro que la margarina se le indigeste. Si no tiene usted, en cambio, mayores prejuicios al respecto y acepta la margarina como si fuera mantequilla de la más pura y rica, las tostadas le sentarán admirablemente, y lo que es mucho más extraordinario, enriquecerán su organismo de igual modo que si hubiera usted ingerido una cantidad apreciable de vitaminas, de esas que valen para todo”. Cuánta razón lleva el citado investigador, aun siendo japonés...

Es decir, que el pensamiento no es solo -como decía La Rochefoucauld- un alimento del espíritu, sino que contribuye también, y de manera harto poderosa, a la alimentación de la materia, por lo que, en lo sucesivo, no deberemos limitarnos a masticar bien nuestros filetes de buey, sino que, además, será preciso que los “pensemos” con el mayor cuidado y la máxima precisión amorosa.

“El pensamiento -añade el gran Kuzusaki- desempeña un papel decisivo en la alimentación del hombre (y de la mujer, claro; eso es mío, dispensen) y, en algunos casos, puede llegar a substituirla por completo”.

Ahora bien, la teoría expresada por el insigne catedrático nipón (“niponés” quedaría mucho más guay) puede ser muy consoladora pero, si es cierto que el pensamiento puede substituir por completo a la alimentación, ¿cómo coño se explica (el vocablo malsonante me lo podría haber ahorrado, sí, pero me ha parecido que reforzaba la pregunta) el que tantísimos pensadores ilustres, que han dotado a la Humanidad de brillantez y cultura, se hayan muerto de hambre en este mundo? ¿O es que no todos los pensamientos son igualmente comestibles y que también los hay venenosos como cierta clase de setas?

Yo, por si acaso, “por si eso” (como afirma la juventud actual), a la hora de comer -o a la de substituir el alimento por el pensamiento- procuraré olvidarme de Schopenhauer y toda la tropa de filósofos que no han hecho nada más que ensuciar con problemas nuestras preclaras, limpias y transparentes mentes.

Al pan, pan y al vino, vino... y, a pensar, a la biblioteca.

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