Ya que las interminables huelgas en Iberia o Air Europa no parecen serlo, la crisis de Spanair sí puede ser motivo suficiente para intentar entender y profundizar en qué está sucediendo en el negocio aéreo y reconducir la historia catastrófica de un sector absolutamente clave para las regiones insulares como la nuestra.
La cuestión es relativamente simple: la liberalización del espacio aéreo europeo que tuvo lugar en varias fases en la década de los noventa, ha abierto las puertas a la competencia de compañías aéreas con estructuras de costes muy bajos, simples y adaptadas a tiempos en los que volar ya no es un lujo reservado para minorías. En realidad, estamos ante el cambio de modelo, pasando del anterior, que podría representar la antigua Iberia, al actual, del que el mejor exponente es Ryanair, por supuesto. Nada que debiera sorprender: antes de la liberalización ya se habían escrito ríos de tinta advirtiendo de que en Europa iban a sobrevivir sólo las líneas aéreas competitivas, las que tuvieran costes más ajustados, pese a lo cual, al menos en los países ribereños del Mediterráneo, nadie reaccionó.
EL GRAN GLAMOUR
El modelo tradicional de compañía aérea europea se basaba en lo que ocurría en los cincuenta y sesenta: aquello tenía glamour, exigía gastar, iba acompañado del encanto de hoteles de lujo, comidas a bordo, uniformes de diseño. Las líneas aéreas eran de bandera, de forma que el Estado las amparaba, las regulaba y las protegía de la competencia. Los tripulantes de los aviones eran vistos como personas privilegiadas que hoy estaban aquí y mañana en una ciudad lejana, exótica, llena de seducción. Un piloto, como un cardiólogo del que también dependen vidas humanas, tenía un salario astronómico. Las compañías aéreas eran como embajadas: en cada capital tenían una sede pomposa, donde se exhibían maquetas de aviones que los niños miraban con admiración; mapas en los que se veía el mundo surcado por flechas que indicaban las conexiones y, por supuesto, siempre la bandera, la identidad. Mucho más que una simple empresa. Los billetes de avión eran como un talonario: llevaban decenas de copias que se iban entregando por etapas hasta que se subía a la aeronave.
Y el precio de los vuelos era acorde con toda esta parafernalia. En los noventa, Londres, Bruselas o París costaban lo que hoy serían 800 euros, siempre en la única línea aérea disponible.
Así y todo, muchas de estas compañías perdían dinero que sus gobiernos cubrían rigurosamente. Era una cuestión de estado. ¿Qué clase de país era ese que no ponía un avión en Heathrow o en Nueva York? Hasta las repúblicas bananeras se endeudaban para tener un avión con su bandera, costara lo que costara. Era un símbolo de poder, una representación del pueblo que había detrás.
NUEVO MODELO
Todo esto se fue al diablo con la liberalización. Las nuevas líneas aéreas, fundamentalmente de las Islas Británicas, se concibieron con costes mínimos: flotas únicas, altas rotaciones de los aviones, sin gastos innecesarios; fuera comidas, sedes lujosas, publicidad de diseño, hoteles, enlaces, servicios en tierra. Tal vez el que la tripulación de cabina tenga que limpiar el avión en las escalas es el símbolo más claro del fin del glamour. Y, en consonancia, los salarios han aterrizado a niveles comparables a los de los demás humanos. La apuesta aérea se concentra, pues, en sólo dos elementos: precio y seguridad, esto último en base a flotas nuevas. Todo lo demás, sobra.
Los 800 euros por vuelo han quedado en 150, más los extras (venta a bordo, maletas, comisiones por selección de asientos, etcétera), que hoy suponen algo más del 20 por ciento de la facturación total de estas compañías. El resto lo hace el ahorro en costes. Así triunfan Ryanair e Easyjet, pero también es la fórmula de Air Berlín, Norwegian, Germanwings, Jet2 o Vueling, aunque esta haya llegado un poco más tarde.
Las compañías de bandera, en general, han quedado arrinconadas en los vuelos transoceánicos, donde las rotaciones no se pueden mejorar, donde aún subsisten muchas restricciones políticas, y donde los ahorros tienen menor peso global, dado que el combustible es la partida dominante. En recorridos cortos, el que no se adapta, cae.
Esto es todo. A partir de ahí hay alguna picaresca, alguna subvención que en ningún caso puede ocultar el fondo del asunto: menos costes y una actitud de la plantilla acorde con los nuevos tiempos. Nada más. Algunas compañías, como es completamente normal en quien estaba acostumbrado a estructuras costosísimas, han tenido problemas terribles para adaptarse, caso de Iberia. Tanto que aún hoy sigue arrastrando el conflicto con su plantilla. Otros, como Air Europa, están a mitad de camino, apoyada en su pata transoceánica, por lo que con un ajuste adicional puede resistir la presión y sobrevivir. Y después viene el caso de Spanair, donde confluyen casi todos los errores posibles.
ESPERPENTO NACIONALISTA
Lufthansa y SAS lanzaron en su momento en España una compañía aérea excelente, de gran calidad, cuya gestión cedieron a un socio local, los dueños de Viajes Marsans. Spanair nace prácticamente en el mismo momento en que se inicia el desmontaje del modelo de línea aérea de calidad y servicio; tal vez para no competir con otra compañía vinculada, Air Comet, deja de operar con Latinoamérica precisamente cuando esta era la única área donde no iba a tener desafíos tan poderosos; después sufre un trágico y lamentable accidente y, sobre todo, el final, absolutamente de traca.
Cataluña, convencida de que aún le faltaba una compañía aérea para ser un pueblo con verdadera dignidad, con dirigentes que soñaban con tener un hub en el que los pasajeros de todo el mundo pararían en El Prat, harían una reverencia a su 'moreneta', aprenderían a decir 'bon dia' y seguirían volando; con políticos que imaginaban que un día su bandera surcaría los cielos, intenta convertir a Spanair en su línea de bandera, cuando ya esto ya no se estilaba ni en Mozambique. Se traslada la sede a Barcelona, se deja a Baleares de mala manera, y se empiezan a aportar ingentes cantidades de dinero público. Un sueño muy bonito carente de todo fundamento. Allá, en el fondo de la fosa donde yace hoy el proyecto catalán cayeron millones de euros públicos que no sirvieron para nada.
Por el camino se ha llevado dos mil personas, años de trabajo, una marca, una imagen. Todo estaba endeble, pero la puntilla ha sido demoledora.
Mientras las low cost se han hecho ya con la gran mayoría del mercado aéreo español, Air Europa e Iberia libran todavía una batalla con los pilotos para ver si son capaces de bajar sus costes y poder competir. En otras palabras: están intentando poder ser como las demás y no tener que luchar con una mano atada a la espalda, cosa que nuestro sindicalismo no termina de entender.
No vimos a tiempo lo que se venía, no hemos reaccionado cuando apareció la competencia, no hemos visto cómo cambió todo y aún hay quienes hoy siguen queriendo vivir en el pasado, en los felices 'setenta'.
Nos queda luchar o seguir los pasos, al menos en el mercado interior, de Spanair.