Distribuir la pobreza
viernes 05 de junio de 2015, 09:01h
Por el mismo espíritu de cambio con el que millones de jóvenes buscaban arena de la playa bajo los adoquines de París, en mayo del 68, ha resurgido la esperanza en la sociedad española. En aquel tiempo, la radicalización de los estudiantes franceses mostraba su simpatía por el anarquismo y su rechazo por las estructuras políticas imperantes, lo que provocó que dieran la espalda al liderazgo de los sindicatos y de los partidos de casta. Esta insumisión al sistema vigente explica ahora el complicado juego de intereses y estrategias que se están visualizando en la consolidación de pactos, que desalojen del poder a quien responsabilizamos de la crisis, aunque la ahondaron más algunos de los que hoy se arrogan la capacidad de salvarnos.
A falta de mayor concreción y de que se supere la etapa de poner en valor lo que más conviene a cada uno, suena bien la melodía que tararea el orfeón de izquierdas, sin que nadie desafine, de momento. Aún es pronto para juzgarlos, pero señalar un giro copernicano es más sencillo que ejecutarlo y empezamos a comprobar cómo avanzan las negociaciones con un rosario de propuestas que recuerdan la campaña electoral, donde los partidos llenan su programa de idea vagas o de una sucesión de propuestas sin orden ni concierto.
Ha de valorarse la buena voluntad del potencial equipo que regirá el consistorio de Palma (estando o no en genitivo) que, más libres de los compromisos generales, ofrece una imagen de complicidad carente en otras instituciones. Pero eso no es bastante, siquiera con la resaca electoral a cuestas, porque promover un goteo de acciones aisladas, como una serie de ficción (con rasgos de soap opera) que va fluyendo al gusto de la audiencia, no aporta la certidumbre precisa para recuperar la confianza en la clase política. No es muy original basar la imagen de consenso en estar de acuerdo en cambiar lo que hizo el antecesor o asegurar que se hará aquello que el precedente no fue capaz de terminarlo. En cambio, sí es muy audaz plantearse acabar con la pobreza, la corrupción o la desafección ciudadana, por muchas subordinadas y utopía que introduzcas.
Dejando al margen su prioridad a la hora de mostrar su tolerancia a los queers (a los que repudian los propios colectivos homosexuales) frente a otros colectivos más desprotegidos en conciencia, echo en falta decisiones encaminadas a generar ingresos corrientes para hacer sostenible el sistema (que luego se distribuirán), mediante un impulso de la actividad económica que dinamice la creación de empleo. Como sus iniciativas son de “coste cero”, es suficiente con lo que aporten las sanciones a la banca, las tasas a las grandes superficies (que acabaremos pagando todos) o la parte de un impuesto (supuestamente finalista) que grava por igual a pobres que a ricos. Su fiscalidad será progresista, pero no progresiva. Dejamos, al margen la Ley de Capitalidad, porque solo será cambiar el dinero de bolsillo. De bajar las tasas y los impuestos indirectos o de proyectos para diversificar nuestro monocultivo turístico, solo el compromiso de crear una Conselleria d’R+D+I, que empezará costando más dinero. Aplaudiendo la necesidad de mantener la sensibilidad hacia los desfavorecidos, orientando todas las medidas posibles a minimizar el efecto perverso de una devaluación interna, hasta ahora solo parece que les importa redistribuir la miseria, sin intervenir en dar seguridad al inversor y en cómo fomentar la riqueza colectiva, estimulando el crecimiento en beneficio de todos.
Sin relacionar la quimérica revuelta contra la sociedad de consumo con la reacción que se refleja en el actual tablero político, sí conviene reclamar a los interlocutores unos objetivos nítidos y factibles. Si la solución a todos nuestros problemas pasa por obtener una financiación justa, que le parecerá menos equitativa al resto de las autonomías -porque a uno le das lo que a otro le quitas- será tarde o nunca que pongamos remedio a los males que les llevarán al gobierno y por lo que volverían a perderlo.
El mismo espíritu de la descentralización que reclamaban los franceses en el 68, se consagró en nuestra Constitución, diez años más tarde. El estado de las autonomías, entonces y ahora, tiene por objeto acercar el poder al pueblo para que sean más eficientes los recursos públicos. Ese es el objetivo de la centrifugación del poder: conseguir que se aproveche mejor el erario, aun a riesgo de acabar con la cohesión y de soportar estructuras duplicadas o territorios feudales. Solo si demuestran que la corrupción es un mal al que están inmunes y consiguen repartir con mayor provecho lo que disponemos, habrá merecido la pena reeditar un pacto conjunto. Si fiamos nuestro porvenir a una carambola en el Estado y el conjunto de la Unión Europea, que no se ha dado desde el Tratado de Roma, volveremos a repetir el victimismo de antaño y de nada habrán valido estos años desandando lo andado. No podemos confiar en marinos que solo sujetan el timón en buena mar, sino en aquellos que saben lo que se debe hacer cuando las aguas están bravas.
Es posible que Rajoy acabe como Pompidou (o el propio de Gaulle), pero no valdría la pena iniciar la aventura reformista que ha irrumpido con fuerza en España si vamos a repetir los mismos desaciertos que han puesto la Galia al pie de los caballos o si nos conformamos con aplicar la ley del péndulo: todo igual, pero cambiado de signo. Al estilo de quien promete sanar el cáncer sin efectos secundarios, ni molestia en el tratamiento, corremos el riesgo de confiar en un nirvana inalcanzable que nos provoque una sexta frustración consecutiva, tantas como cambios se habrán producido en esta Comunidad desde 1999. Es deseable, por el bien de todos los que votaron y los muchos que no lo hicieron, que pasen del papel a los hechos, sin rencor y con acierto. Por si acaso, más vale que la oposición del partido más votado se rearme cuanto antes, para hacer frente democrático a quien no sepa administrar la ilusión de una parte del pueblo y dar respuesta a todo lo que se espera de ellos.