«España es el país con más fosas comunes después de Camboya»: este meme tuvo su momento de gloria, y aún hoy lo usa algún despistado. Era una chorrada: cabe sospechar que el mayor número de fosas se encuentre en las Tierras de sangre que decía Timothy Snyder, esa parte de Polonia, Bielorrusia y Ucrania que sirvió de escenario a las mayores escabechinas del siglo XX. O tal vez en la China del Gran Salto Adelante. Pero todo eso daba igual, porque era un meme interesado que pretendía dar a entender que España aún no se ha liberado del franquismo, y por eso hay que votar a la izquierda haga lo que haga.
Camboya tuvo su momento de gloria con el imperio jemer, que llegó a abarcar gran parte de Tailandia, Laos y Vietnam. El florecimiento empezó a la vez que los musulmanes decidían visitar España, y en el siglo XIII, cuando París tenía 160.000 habitantes, Angkor tenía 650.000. Luego comenzó una decadencia rápida y profunda. Cuenta Joel Brinkley que, en jemer antiguo, «gobernar» quiere decir literalmente «comerse el reino», lo que refleja una visión meramente extractiva de la gobernanza que se ha mantenido hasta nuestros días. Según Angkor iba perdiendo fuerza la presión de tailandeses y vietnamitas iba deshinchando el imperio, y con el tiempo ambos llegaron a considerar a los camboyanos como los palurdos de la región. En el siglo XIX el emperador vietnamita Minh Mang, con la misión de civilizarlos, envió a su mejor general a Camboya, que al cabo de los meses remitió este mensaje: «Después de estudiar la situación, los funcionarios camboyanos sólo saben sobornar y ser sobornados; los cargos se compran; nadie obedece las órdenes. Cada uno trabaja por su propio interés». Y otro general remató: «son ignorantes, estúpidos y crédulos; no saben distinguir lo que es cierto y lo que es falso». Y así iba subsistiendo Camboya tutelada y colonizada por sus vecinos. Y entonces, cuando estaba a punto de ser engullida por ellos, el rey Norodom ofreció a los franceses derechos mineros y madereros a cambio de protección, y la cosa siguió exactamente igual. Los franceses sugirieron a Norodom que introdujera mejoras, que aboliera la esclavitud, y que moderará el tamaño de su harén que ya alcanzaba las 600 concubinas, pero él, aunque camboyano, actuaba un poco como los italianos cuando se encuentran bajo un poder exterior: decía a todo que sí, y luego no hacía nada.
Ni en sus mejores momentos Angkor había tenido escuelas. Los franceses tampoco construyeron, pero enviaron a unos cuantos jóvenes despabilados a estudiar a Francia para formarlos para la administración colonial. Fueron deslumbrados por la vida parisina, se adaptaron a las modas locales, bebieron absenta y se hicieron comunistas; uno de ello, Saloth Sar, llegaría a ser conocido como Pol Pot. En 1953 el rey Norodom Sihanouk proclamo la independencia respecto a los franceses y pasó a recibir cuantiosas ayudas económicas de Estados Unidos, que contribuyeron eficazmente al desarrollo, si no de Camboya, al menos de los patrimonios de sus gobernantes. Porque Sihanouk continuó la ancestral tradición de entender la gobernanza como ingesta de las riquezas del estado, y –según cuenta el historiador Michael Vickery- sus funcionarios se dedicaron a hacerse ricos dejando las cuentas del país en rojo; esa deficiente virtud cívica contaminaba al resto de la sociedad. En 1965 Pol Pot, que había vuelto a Camboya, fundó el Partido Comunista Jemer, algo que Sihanouk contempló con recelo porque, según decía, el comunismo anula a las personas; esa consideración no le impidió romper relaciones con EEUU y acercarse a Mao Tse-Tung, que ya le había regalado una impresionante mansión en la Calle del Anti-imperialismo en Pekín. Por su parte los Jemeres Rojos, que así se llamaron los comunistas camboyanos, se fueron extendiendo por el campo.
En 1970, mientras estaba de vacaciones en París, un escandalizado Sihanouk se enteró de que acababan de darle un golpe de estado. Los funcionarios estaban encantados porque auguraba un retorno a las dádivas estadounidenses, pero el golpe sentó mal entre los camboyanos de a pie, no porque Sihanouk fuera mejor gobernante que los golpistas, sino porque era dios. Entonces, en un estado de completa furia, el rey-dios Sihanouk tomó una decisión asombrosamente irresponsable: pidió a sus súbditos que se unieran a los Jemeres Rojos. Gracias a su apoyo –y mientras él se dedicaba a tranquilizar al mundo exterior asegurando que lo que pretendían era crear «un reino al estilo sueco»- los de Pol Pot adquirieron la fuerza suficiente para, en 1975, avanzar sobre Phnom Penh y tomar el poder. Entre 1975 y 1979 - momento en que una invasión vietnamita los desalojó- los Jemeres Rojos desarrollaron un macabro ejercicio de ingeniería social para encajar a los camboyanos en sus fantasías maoístas. Entre 1.500.000 y 3.000.000 camboyanos –en torno a la cuarta parte de población fueron torturados y asesinados en el experimento, y de ahí lo abundancia de fosas. Mientras, en occidente, Noam Chomsky negaba la matanza y afirmaba que, en caso de que estuviera pasando algo, la culpa era de Estados Unidos.
Después, aunque Camboya había quedado arrasada, Pol Pot y Sihanouk siguieron viviendo bien. Pol Pot se había refugiado en el nordeste del país, y vivía como un pachá en una lujoso finca en la jungla. Recibía ayuda de China, y deforestaba todo lo que tenía a su alcance para vender maderas tropicales a Tailandia. En 1989 Vietnam perdió el apoyo económico de la Unión Soviética y abandonó Camboya. Pol Pot reunió a sus generales para retomar el poder, pero les dio pereza: vivían tan bien que se habían aburguesado. En lugar de tomar Phnom Penh invadieron Pailin, centro de la minería de gemas, con lo que se hicieron aún más ricos. Entretanto Sihanouk se había exiliado; James Baker, que lo visitó en París, describe el ostentoso lujo en que vivía. En 1991 volvió a Camboya. Dos años más tarde se proclamó una monarquía constitucional y el elegido fue ¡Sihanouk! Cosas de ser dios.
¿Y a qué viene toda esta historia? Pues a que finalmente tal vez podamos extraer alguna lección de Camboya. Por ejemplo, que los líderes políticos tienen un gran poder y por tanto una gran responsabilidad, y cuando aquellos en los que -por las más misteriosas razones confía la comunidad, están más interesados en sí mismos que en la comunidad, esta última va a sufrir las consecuencias. Los países que se encomiendan a aventureros que entienden el gobierno como la satisfacción de sus propios intereses corren serios riesgos, que se acentúan cuando el nivel cívico desciende y los ciudadanos «no saben distinguir lo que es cierto y lo que es falso». El gobierno no debe consistir en «comerse el reino», y hay que volver a exigir a los gobernantes una vocación de servicio a la comunidad.