No suele discutirse la Ley como el instrumento racional perfecto para la convivencia humana. No obstante, la historia viene plagada de ejemplos en los que algunos notables avances sociales sólo han sido posibles gracias a la transgresión de las normas preexistentes. La actual república de la India es fruto del proceso de independencia liderado por Mahatma Gandhi, fraguado a través de campañas de desobediencia civil. En el estado espanyol, la abolición del servicio militar obligatorio encuentra sus raíces en el Movimiento de Objeción de Conciencia, creado en 1977 y que proponía la desobediencia civil no violenta como forma de combatir el reclutamiento obligatorio. La estadounidense negra Rosa Parks terminó en prisión por negarse, día 1 de diciembre de 1955, a obedecer la orden de ceder su asiento a una persona blanca, hecho que suele reconocerse como la génesis del Movimiento por los Derechos Civiles. Todas ellas son situaciones en las que, para promover un cambio que con el tiempo se ha percibido como justo, algunas personas se alzaron contra la legalidad vigente. Evidentemente, entonces se les afeó la conducta por no respetar el ordenamiento jurídico. Criminalizar la desobediencia civil con el único argumento de "las leyes están para cumplirse" tiene el peligro de verse desautorizado por el tiempo cuándo la Historia gire la vista con admiración a los valientes que inician un proceso de desobediencia pacífica para cambiar las cosas a mejor. Esta semana ha fallecido Nelson Mandela, respecto de quién se han derrochado un sinfín de elogios y calificativos grandilocuentes, cuando pasó preso 27 años por combatir la entonces legalidad vigente. Uno se pregunta si algunos medios que han loado a Mandela estos días hubiesen sido tan simpáticos en sus portadas de haberse publicado en la Sudáfrica de 1963 cuando fue encarcelado.
