Hoy les escribo desde Arromanches les bains o, para que me entiendan, desde una de las playas del desembarco de Normandía, la denominada Gold por los aliados, donde los británicos montaron en solo unas horas el impresionante puerto artificial que permitió desembarcar más de dos millones de hombres y miles de vehículos y suministros.
Sumido todavía en la emoción del encuentro con los lugares donde, hace ya 69 años, de produjo la mayor operación militar de la historia, me he puesto a reflexionar sobre las lecciones de este viaje que me ha llevado a atravesar Francia desde el Pirineo, por el interior, hasta la costa normanda.
La primera lección es la de que, en materia turística, está muy bien innovar, pero casi todo está ya inventado. Curiosamente, a medida que iba haciendo las reservas de los hoteles, advertía que en todos ellos, a lo largo y ancho del territorio francés, se cobra, además de los costes del alojamiento y el IVA correspondiente un impuesto que aquí tiene carácter municipal, de aproximadamente 1 euro por persona y día. No sé si les recuerda algo, pero en Balears nuestra malograda ecotasa murió por la conjunción astral de una oposición política cainita, la insolidaridad absoluta del sector hotelero y algunos absurdos errores de concepción. Ni que decir tiene que no me he planteado viajar a otra parte por mor del eurito de marras –en mi caso, cuatro al día-, de manera que la hipocresía de quienes argumentaban que no podía cobrarse tal “fortuna” a los turistas que nos visitaran porque elegirían otro destino es solo eso, una patraña. Ahora nos lamentamos, y mucho, de no contar con esos 80 ó 90 millones de euros anuales en nuestras arcas públicas.
La segunda lección es la de que no es necesario despersonalizarse para agradar a los turistas. Nos hemos convertido en una franquicia sin carácter alguno, en la que comercios y restaurantes ofrecen un producto igual al que hallará el turista desde Bakú a Sudáfrica. Los franceses, en cambio, siguen ofreciendo sus vinos, su sidra, sus platos típicos, sus agricultores continúan vendiendo los productos de la tierra en sus granjas y, en general, hacen bien pocos esfuerzos por hablar otra cosa que no sea francés. El mito de que en toda Europa se habla inglés es una bobada, con excepción de los países nórdicos. Nosotros, en cambio, rápidamente ocultamos nuestra cocina, sustituyéndola por bazofia supuestamente internacional, mientras nuestros payeses malviven de las subvenciones y la burocracia prácticamente les impide la venta directa, y, por supuesto, nos bajamos los calzones si no somos capaces de hablarle al hooligan de turno en su lengua. Ojo, no digo que no sea muy importante hablar idiomas, pero lo nuestro no es hospitalidad, es servilismo y ausencia total de conciencia del verdadero valor de lo que pretendemos venderle al visitante, como si en realidad le estuviéramos engañando, ofreciéndole algo de escasa valía.
De modo que bueno será que algunos de nuestros políticos salgan de viaje y comiencen a apreciar las ventajas de mantener la autenticidad y el carácter, frente a aquellos que sólo pretenden convertir Mallorca en una franquicia más que llene sus bolsillos mientras arruina nuestro porvenir.