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Desear el mal ajeno

miércoles 21 de mayo de 2014, 13:12h

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No acostumbro a leer determinada prensa, básicamente por una cuestión de salud de todo orden. Sin ir más lejos, el ejemplar de ABC que me regalan algunos días junto con el diario al que estoy suscrito se va incólume al reciclaje. Sin embargo, tal fue el aluvión de comentarios en las redes sociales a propósito del artículo de Román Piña Valls que no pude por menos que clicar en el enlace y leerlo. Ciertamente, no daba crédito, no ya a que alguien vierta sus complejos y limitaciones sociales en un escrito -lo cual, por desgracia, abunda-, sino sobre todo a que un medio de comunicación permita la publicación de un subproducto literario de tan baja estofa.

El odio es un sentimiento profundamente autodestructivo, que ocupa las mentes de aquellos que carecen de la más mínima tolerancia a la frustración. Ayer mismo era noticia la querella interpuesta por organizaciones judías contra los autores de miles de comentarios antisemitas surgidos en la red a raíz de la derrota del Real Madrid de baloncesto en su encuentro con el Maccabi de Tel-Aviv. Menuda pléyade de salvajes primarios circula por ahí.

Lo cierto es que, cuando leo estas barbaridades, me viene a la cabeza algo que oí repetir una y otra vez a mis mayores, que vivieron la guerra civil en primera persona. Todo este odio concentrado que se vierte en comentarios xenófobos, u homófobos, o anticatalanes, o antivascos, o antiespañoles, o antisemitas, o anti todo aquello que represente el pensamiento o la opinión divergente, se transformaría automáticamente en violencia física sin más que se dieran las condiciones políticas  y sociales que ya nos llevaron al golpe de estado de 1936 y a la tragedia de la guerra civil. Por suerte, se frustró la intentona de 1981, pero no olvidemos jamás que nuestra sociedad no está en absoluto inmunizada contra la salvajada colectiva. De la misma forma que hay que perseguir y condenar con toda contundencia la violencia física de aquellos descerebrados que se dedican a reventar manifestaciones pacíficas con tácticas de kale borroka, o la de quienes asesinan a un cargo electo por no satisfacer sus deseos y expectativas, también hay que poner coto cuanto antes a la impunidad de aquellos otros que, desde su atalaya mediática o desde el camuflaje de un perfil cibernético, vomitan su intolerancia deseando la muerte de algunos de sus semejantes.

De Jaume Sastre me separan seguramente muchas cosas, desde los fundamentos ideológicos hasta las maneras de expresar éstos, pero tengo claro que no solo no le deseo ningún mal, sino que, bien al contrario, celebraría que, por una vez, el govern asumiera que su obligación es dialogar con la sociedad para resolver los problemas y eso sirviera para convencer a Sastre de que dejara la huelga de hambre que está poniendo en riesgo, de momento, su salud. La generosidad no es una muestra de debilidad, sino todo lo contrario.

No necesitamos más odio. Precisamos toneladas de tolerancia, de comprensión, de mano izquierda y empatía. La convivencia democrática consiste, justamente, en compartir espacios con aquellos de los que nos distinguimos por la ideología, etnia, idiosincrasia, costumbres, religión, orientación sexual y todos aquellos atributos que hacen de cada uno de nosotros un ser distinto e irrepetible.

Tampoco a Piña Valls le deseo mal alguno, faltaría más, ni mucho menos su muerte. Le deseo todo el bien, y que busque en el fondo de su corazón y aflore aquellos valores que sin duda alberga todo ser humano por el mero hecho de serlo.
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