Uno de los mejores lugares para poder contemplar casi toda la ciudad de Palma es el Castillo de Bellver, debido a su estratégica elevación. Desde ese espacio, podemos vislumbrar prácticamente todas las barriadas de la ciudad, cada una con sus propias peculiaridades y características, y también podemos ver la línea del horizonte, que en Palma, al igual que en otras ciudades costeras, nos permite poder descubrir el punto en el que se unen armoniosamente el cielo y el mar.
Si no nos es posible desplazarnos hasta el Castillo de Bellver, tenemos también la opción de poder contemplar los principales rincones de nuestra querida ciudad desde otros enclaves elevados, como por ejemplo desde las azoteas de algunas edificaciones antiguas del centro histórico. Desde esas terrazas, podemos dirigir nuestra mirada más fácilmente hacia el corazón de la ciudad, en donde casi siempre destacan en primer lugar los campanarios de las iglesias, que solemos reconocer y ubicar casi de inmediato. Aquí, el campanario de San Francisco o el de Santa Eulalia; allá, creo que el de Nuestra Señora del Socorro, y un poco más lejos el de Santa Cruz o el de la Catedral.
Desde todos esos enclaves nos damos cuenta también de que cualquier ciudad vista desde las alturas nos suele parecer mucho más tranquila de lo que seguramente sea en realidad, pues en esos instantes no solemos divisar los atascos, ni las prisas, ni el estrés, ni la ansiedad que provoca la vida urbana. Tampoco solemos ver entonces a las personas que recorren sus calles y avenidas ni a las que de algún modo se ocultan en cada oficina o en cada hogar. Normalmente, sólo al caer la noche podemos llegar a percibir todo ese tráfago humano, gracias a la observación simultánea de miles de lucecitas, a veces estáticas y otras veces en movimiento o titilantes, como las estrellas.
Otra posible perspectiva aérea, mucho más amplia, se da cuando viajamos en avión. Así, justo después de cada despegue suele haber unos segundos en los que podemos contemplar una panorámica muy completa de la ciudad en la que nos encontrábamos en ese momento, que transcurridos unos pocos instantes desaparece ya luego por completo de nuestro indagador y contemplativo campo de visión.
Aun así, entre nuestro punto de partida y el de llegada solemos divisar también casi siempre otras poblaciones y ciudades a través de la ventanilla del aeroplano. Esa visión nos suele acabar suscitando en no pocas ocasiones una innegable sensación de melancolía, provocada por la idea de que seguramente nunca llegaremos a conocer las calles y las plazas de todas esas ciudades y poblaciones que hemos podido divisar fugazmente, sabedores de que poseen también, como la nuestra, historia, humanidad y belleza.