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Desconectado

Por Jaume Santacana
martes 01 de octubre de 2013, 11:26h

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Estando, como un servidor estaba, hasta las mismísimas gónadas masculinas de tanta impertinencia tecnológica, he tomado la santa decisión de dejar este mundo; el mundo de la relación individual y social, en todo aquello que se refiere a la informática y el audiovisual en general. Dos motivos han conseguido acabar con mi generosa paciencia: las contraseñas y los cables. Las dichosas contraseñas son un coñazo monumental. Para obtener la bendición de todas y cada una de las innumerables entradas que el ordenador – o el cajero automático o el simple móvil - proporciona (empezando por la propia computadora personal) uno debe realizar un ejercicio memorístico mucho más salvaje que cuando nos hacían aprender la lista de los reyes godos. Unas veces se exige un determinado número de cifras  que varían en función de los caprichos de cada aparato o de cada web o aplicación; en otras ocasiones, requieren letras o, en el peor de los casos una mezcla de números y letras de tal manera que el pin o la contraseña que uno tiene derecho a “desear” humildemente desaparece de  nuestras vidas. Así las cosas, me ha sido del todo imposible retener la enorme cantidad de fórmulas secretas que se deben acumular para ir abriéndose a la vida social. De ahí mi drástica medida: a tomar por el saco tanta exigencia teniendo en cuenta, además, que yo juego como cliente, nunca como amo. Yo pago y, por lo tanto, lo mínimo exigible es la capacidad de decidir cómo quiero que sea mi llave. En otro orden de cosas, me he hartado de tratar con tantos y tantos cables que toda esta parafernalia de aparatos requieren. ¿Qué es esto? ¿Qué se han creído? Cualquier acceso a cualquier andrómina precisa de tanta conexión “cablífica” que da, no solo miedo, si no asco. Miro en torno de mi ordenador y observo una selva de cables: unos a la corriente eléctrica; otros al wifi de las narices; o bien a los altavoces, al teléfono, a la máquina de fotos, a la impresora…y alguno debe haber, seguro, que va directo al lavavajillas o a mi discreto cerebro. ¿Es posible que en pleno siglo XXI, cuando casi cada día se descubren nuevas galaxias; cuando se puede conseguir fácilmente, sin esfuerzo alguno, embarrancar un gigantesco crucero contra unas rocas italianas; cuando prácticamente todas las familias poseen armas químicas de devastador alcance; cuando los aviones vuelan sin piloto, las señoras conducen automóviles de todo tipo (excepto los de Fórmula 1…) y con una mirada se abren las cuevas de Sésamo…cómo es posible, decía, que se necesiten los putos cables con la finalidad de encender un electrodoméstico, cualquiera que sea? ¡Es una vergüenza! A la Humanidad se le debería desmoronar el morro a trocitos. Definitivamente, me he dado de baja de todo aquello, todo, que exija la exhibición de contraseña o pin y, del mismo modo, he tirado al contenedor todos los aparatos que no funcionan sin cables. Sí: también he tirado los cables. Ahora soy mucho más feliz.
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