Este artículo es una reseña sobre Jacques Rancière y sus teorías sobre el “odio a la democracia” que sienten las oligarquías financiero-sociales y trasladan sus mayordomos políticos a la vida cotidiana, a través de las legislaciones que promueven, disfrazadas todas ellas por la envoltura democrática al uso y el falso progreso. En paralelo intento establecer una traslación a la política nacional de lo reseñado, en la segunda parte de este escrito.
Jacques Rancière pertenece a la fructífera generación de filósofos franceses nacidos en las años 40 que fueron discípulos de Althusser, ajustaron cuentas con su maestro y acabaron superándolo con un elaborado trabajo crítico en la tradición de la izquierda radical (como Balibar, Laclau, Badiou). Rancière llega a la conclusión después de mayo del 68, que Althusser, con su dicotomía ciencia/ideología y su teoría del partido como vanguardia del movimiento obrero lo que está haciendo es formular una ideología del orden.
El libro que nos ocupa -El odio a la democracia- es un breve pero extraordinario libro de filosofía política, entendiendo este término como crítica de la opinión, de la ideología: crítica por tanto del tópico entendido como un lugar común claramente establecido para despojar a un término de su sentido crítico y convertirlo en una pura retórica vacía.
Hoy, ya lo sabemos, “todo, el mundo es democrático", desde Arnaldo Otegi hasta Josep Anglada, pasando por Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero o Aznar. Lo que nos propone Rancière es una densa e interesante reflexión que gira en torno a tres ideas clave: 1) La democracia tiene un significado revolucionario claro y preciso al que es necesario volver; 2) Las sociedades autoproclamadas democráticas son en realidad oligarquías con forma representativa, 3) El odio a la democracia tiene hoy un sentido nuevo y paradójico que hay que entender correctamente para combatir.
La primera idea es muy radical porque lo que formula es que política y democracia son lo mismo. Si no hay democracia no hay política, solo hay la lógica policial del Estado de distribuir las jerarquías, y los espacios sociales. La democracia es un espacio común que se apropia de lo que el Estado quiere acaparar en exclusiva, que es la público. Por esto la democracia es siempre un escándalo para las diversas élites, ya que lo que propone es que puede gobernar cualquiera. El Estado impone siempre la lógica de la despolitización y la democracia es la lucha, por tanto, contra esta tendencia a la privatización de lo público. La democracia no es una forma de gobierno y aunque la república sería la forma más favorable, la relación entre ambas es paradójica, ya que toda institución lucha por suprimir este exceso democrático que es dar la palabra, el poder a cualquiera. Lo cual no quiere decir que la democracia va siempre contra el Estado, ya que está en permanente tensión con las instituciones que lo configuran. Democracia no es lo mismo que gobierno representativo, aunque este la pueda favorecer. La democracia nace en Grecia como la ley de la suerte, la del azar, que es la que funcionaba en Atenas para elegir a los gobernantes. Y el buen gobierno es el de los que no desean gobernar. El peor es el de los que aman el poder y son hábiles para adueñarse de él.
Esto nos lleva a la segunda idea, que plantea que lo que domina en las llamadas democracias es un sistema representativo de carácter oligárquico. Un gobierno representativo democrático supone mandatos electorales cortos, no acumulables, no renovables e incompatibilidad con otros cargos públicos o con intereses privados. Lo contrario lleva a un gobierno elegido, por tanto representativo pero oligárquico, que acapara la cosa pública a través de una alianza con la oligarquía económica. Esta oligarquía estatal considera que el axioma básico e incuestionable es que el movimiento capitalista globalizador responde a la necesidad histórica de la modernización y que cualquier duda al respecto es una postura arcaica y antisistema. Lo que este sistema implica es que la sociedad no es democrática y por tanto queda excluida la política, lo cual produce un malestar que tiene diferentes síntomas, que van desde el apoyo a los grupos populistas de extrema derecha hasta las integrismos religiosos, pasando por los movimientos nacionalistas. Ahora bien, Rancière tampoco está de acuerdo en caracterizar estas supuestas democracias como un estado de excepción, como un campo de concentración encubierto, en el sentido formulado por Giorgio Agamben. Hay que reconocer que este gobierno representativo al ser elegido y renovable marca unos límites a las élites dominantes y a la corrupción administrativa. También la existencia de libertades individuales y políticas es una ventaja para la democracia.
Finalmente la tercera idea es que el odio a la democracia adquiere hoy nuevas formas. Las formas tradicionales de este odio venían o bien de la derecha (que sólo un grupo puede gobernar, esté determinado por la propiedad, la filiación o la competencia) o bien de la izquierda (la democracia es una forma de gobierno burguesa). Ahora es la derecha liberal la que por una parte denuncia los excesos democráticos y al mismo tiempo utiliza a la democracia como justificación de sus ataques imperialistas (Iraq). Es decir, que la democracia, es al mismo tiempo una defensa contra los peligros externos para la civilización y un peligro interno para la misma. ¿Cómo resuelve esta contradicción? Pues defendiendo las instituciones y criticando las costumbres democráticas. La democracia, dicen, ha creado un reino de individuos consumidores sin límites que no tienen sentido del bien común y solo defienden sus intereses particulares. Lo que olvidan estos ideólogos, formados en el marxismo y resentidos contra sus expectativas pasadas, es que la causa de lo que critican es el capitalismo y no la democracia. Todos los movimientos reivindicativos son tachados, de corporativos y egoístas porque defienden intereses particulares contra el interés general.
Las actuales democracias se hallan en una doble encrucijada, la que estimuló a Rancière a escribir este texto: ser un sistema que sostiene, a la vez, la igualdad y el derecho a la diferencia frente a la acción de la democracia más poderosa del mundo con el fin de imponer este óptimo sistema universal por la fuerza. En aquel cruce surge una paradoja: la libertad, inherente a la democracia, es el derecho a obrar mal, con lo que la democracia es siempre una trama de excesos y un estado de excepción, como quiso Schmitt y repite Agamben.
El liberalismo, por tanto, es anterior a la democracia y cimenta la creencia, mítica y eficaz, de que somos individuos antes que ciudadanos, y tenemos derechos naturalmente inalienables. Para condimentar el menú, hemos de tener en cuenta los poderes fácticos, que propenden a la oligarquía y no a la democracia. Este es el más fructífero de los conflictos que hacen al asunto. La democracia empuja hacia la igualdad de los individuos y la oligarquía, hacia el privilegio corporativo. No quiere ciudadanos, quiere clientes y consumidores. La conclusión es sencilla y sugestiva: no hay democracias sino regímenes que van siendo democráticos, que se han ido democratizando progresivamente durante mucho tiempo. La democracia plena es una meta utópica y ella es la que mantiene viva la idea misma que la sostiene. Las oligarquías no odian a la democracia: intentan manipularla. En cambio, sí la odian los fundamentalismos y nacionalismos identitarios (algunos con la etiqueta de demócratas), enarbolando el arcaico principio del arraigo y la filiación, los ancestros y la sangre. No los genes, porque por ahí van mal, desde que compartimos tantos con la mosca y el chimpancé.
La conclusión de Rancière, no exenta de un elegante pesimismo, es que la democracia no es una forma de Estado, aunque lo parezca, que no consiste sólo en el procedimiento por el cual se legitima al que gobierna por medio del voto, se le controla y se le obliga a respetar los derechos fundamentales. La democracia es el principio mismo que da base al sistema y, como todo principio, es indiscutible y nunca terminamos de completarlo. Tal vez sea este el punto en que el pesimismo de Rancière se matiza de escepticismo activo. Nos propone hacernos cada vez más democráticos porque frente a las críticas a nuestras realidades, lo que hay es el odio al principio y el retorno a la tribu, donde ya no hay ni habrá nunca individuos, ciudadanos, derechos del hombre ni de la mujer.
Como punto final Rancière plantea la necesidad de dar a estos movimientos defensivos, de resistencia frente al capital neoliberal , un carácter universal a sus demandas específicas.Un libro escueto, denso y claro. Imprescindible porque da que pensar y lo hace desde una perspectiva de izquierda que nos permite recuperar el término democracia para una tradición de la que no puede ni debe separarse.
Al hilo de lo anteriormente comentado sobre el imprescindible libro de Jacques Rancière -odio a la democracia- permítanme añadir, en lo doméstico, que:
Lo de la “ingobernabilidad” tiene una vieja historia. Comenzó como un informe de la Trilateral (La Comisión Trilateral es una organización internacional privada fundada en 1973, establecida para fomentar una mayor cooperación entre los Estados Unidos, Europa y Japón) y se convirtió en el inicio, en la señal inequívoca, de la contraofensiva de los poderes económicos fuertes que se llamó y llamamos neoliberalismo. El tema se podría explicar hoy así: los pueblos cada vez votan peor; es necesario, de nuevo, limitar nuestras escuálidas, sufrientes y débiles democracias. Lo del Brexit ha ido mucho más allá de lo esperable: todos contra la mayoría de los británicos que han votado por la salida de la Unión Europea, todos criminalizando a unos trabajadores “atrasados”, pegados a su territorio, unas capas medias nostálgicas de sus viejos “privilegios imperiales” e incapaces de entender el carácter progresivo e inevitable de la globalización capitalista, representada mejor que nadie por la Unión Europea, eso sí, bajo hegemonía de un Estado Nacional que ejerce -y de que manera- plenamente su soberanía. Pedro Sánchez ha ido más lejos que nadie; simplemente, defendió, con la altura de miras que le caracteriza, que se suspendieran los referéndums.
Tomará nota el avezado lector-a, de que lo que realmente aparece es una contradicción cada vez más evidente entre la democracia, en cualquiera de sus acepciones, y un neoliberalismo financiarizado especializado en degradar derechos sociales y políticos. Depredar recursos no renovables del planeta y generar crisis recurrentes que acaban siempre pagando los mismos: -los de abajo- trabajadores y trabajadoras, las mujeres, los jóvenes, es decir, las mayorías sociales. El fantasma que nos recorre es tan viejo como este capitalismo salvaje, las mayorías son incapaces de entender, incapaces de aceptar y asumir los sacrificios de un mundo que se abre a la libre circulación de capitales, a un mercado autorregulado cada vez más omnipresente y a un esfuerzo titánico de las élites por transformar sociedades arcaicas en sociedades de mercado a la altura de un tiempo histórico transnacional. La segunda globalización va camino de parecerse cada vez más a la primera: crisis sociales recurrentes, agudización de los conflictos geopolíticos y político-militares, dominio sin hegemonía de la potencia dominante y financiarización especulativa sin límites y sin control alguno. Es la sensación general de que se camina sin dirección hacia lo peor y que la megamáquina del capital organiza su trayectoria desde su propia dinámica, desde su propia lógica interna, guiada por la incesante, urgente y dramática necesidad de acumular, el beneficio sin fin. Lo nuevo es la crisis ecológico-social del planeta y lo viejo que emerge es la guerra como forma suprema de definir las crisis y las correlaciones de fuerza.
La “derecha” y la “izquierda” institucional son parte de estas élites hegemónicas; su verdadero problema son sus pueblos, a los que no entienden y desprecian, incapaces de ponerse en su lugar y defenderlos. En un momento que las poblaciones necesitan seguridad, orden, bienestar, derechos, libertades, Instituciones fuertes que le defiendan, no tiene quien las represente, mejor dicho, sí lo tienen, las derechas nacionalistas o los populismos de derechas. Imagínese..............
Lo que está en juego es muy grande y determinará el futuro. Frente a las élites económicas, políticas y mediáticas -la trama que nos gobierna y manipula- cabe otra alternativa diferente y antagónica a los populismos de derechas. Me refiero a una nueva alianza, una nueva cultura, construida en base al empoderamiento ciudadano, la fraternidad y la equidad, desde las mayorías sociales en torno a la defensa de la independencia y de la soberanía popular, la democracia económica y social en un Estado federal.
El desafío de Unidos Podemos es enorme: o construir una nueva alianza nacional-popular democrático-plebeya o terminar en los escombros de una izquierda incapaz de representar los intereses de los “ de abajo” institucionalmente, que a la postre es dónde se decide de verdad. La batalla final, para provocar un poco, será entre el populismo de derechas de las -jerarquías- y el populismo de izquierdas, -los de abajo-. En medio no hay nada, solamente palabrería e impostura.
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