Uno de los principales objetivos que me planteé cuando la sociedad tuvo a bien retirarme de la vida profesional y conseguirme lo que, en principio, debería consistir en un reposo preeterno, fue la posibilidad de pasar el máximo de horas posibles en mi casa, descansando de la fatiga que suele producir el trabajo persistente durante muchos, muchos años. Esa era mi prioridad y, de alguna manera, mi sueño. Creo que mi aspiración era modesta: mi intención era cambiar radicalmente de modo de vida: dejar atrás la agitación constante de las relaciones laborales, el ajetreo de las pocas rutinas y los demasiados viajes, el incesante sufrimiento que provoca el día a día profesional —que parece que uno está siempre pendiente de un hilo o bien entre la espada y la pared— con vertiginosas subidas y bajadas de ánimo, con los nervios a flor de piel y con un estrés (con el léxico actual) de mil demonios. Eso, ya me entienden. A su vez, deseaba proporcionar a mi mente un respiro y dar rienda suelta a todas aquellas aficiones que habían quedado relegadas por falta de tiempo o de exceso de cansancio.
Lo dicho: anhelaba salir a correr por un parque con las primeras luces del alba, escuchando las últimas noticias o buena música; salir a media mañana a dar una vuelta por el mercado y comprar todo aquello que me apeteciera para después elaborarlo, tranquilamente, en mi cocina y poca cosa más que tuviera relación con la vida exterior, con mi contacto con la vía pública. El resto del día pensaba dedicarlo a leer, escribir, visionar películas o series de televisión, cocinar y su casi sinónimo comer, escuchar mi música preferida, oír los gritos de placer de los vecinos más fogosos y pensar en las musarañas (esos menudos mamíferos de ojos pequeñitos y bigote sensible; se parecen a los ratoncitos, pero pertenecen al grupo de los topos. Por cierto: se mueren si se están más de cuatro horas sin comer...), sentadito en la posición que ocupo habitualmente en mi sofá.
Mi gozo en un pozo. El resultado de esta retahila de ambiciones no puede haber sido más catastrófico. De lo fantaseado, nada de nada, que quiere decir cero patatero. Mi codiciada tranquilidad se ha ido al traste a causa de las perseverantes interrupciones de todo tipo que sufro a todas horas y a través de múltiples puntos de origen internos y externos. Los teléfonos no se han enterado de mis apetencias actuales y disparan, a troche y moche, sus particulares e inoportunas impertinencias sin ningún reparo o consideración. El móvil ametralla sin cesar con “noticiones” del último minuto informativo; mensajes a porrillo y whatsapps por un tubo (y proceden, además, de gente que, en teoría, deberían estar trabajando); llamadas de almas solitarias que requieren mi presencia en multitud de actos sociales, reuniones familiares, salidas al cine o a restaurantes o excursiones; alarmas que inundan la pantalla de predicciones meteorológicas, etc. Por otro lado, hay que ver lo que puede llegar a cabrear la tenencia de un teléfono fijo; porque el móvil, pues más o menos uno lo tiene a mano (que para eso se mueve) y no obliga al personal a buscarlo en otra estancia. Pero el teléfono fijo —como su nombre indica— está fijo y yo, concretamente, lo tengo instalado en la otra punta de la casa (entendiendo, para que nos situemos, que la otra punta, la que falta, está donde el sofá). Es un auténtico coñazo, con perdón. Cientos de veces al día —y a veces de noche— suena el estridente timbrazo y uno se tiene que levantar, dejar de hacer lo que le molaba para que, al descolgar, una voz anónima te tutee, te denomine por tu nombre de pila y te suelte un rollo que ni se sabe; proposiciones de todo tipo y condición de cambios de compañía de teléfono, o de agua, o de electricidad, o de gas; fibras ópticas o panópticas; bodegas que ofrecen vinos o jamonerías que quieren vender eso, jamón; seguros de vida, de muerte, de hogar, contra incendios, a terceros, a cuartos, a la madre que los parió. ¡Ah! Y ensayos de estafas y timos a mansalva.
En los intermedios de las llamadas telefónicas, el timbre de la puerta o del portero automático se solidariza con las tocadas de narices del teléfono para que abras al cartero o para que le regales dos huevos a la vecina (¡nunca llaman para pedir sexo...!)
Busco trabajo: soy todavía guapo —o, por lo menos interesante— buena presencia, simpatía a raudales, apasionado y sensible, experiencia en múltiples actividades, soy barato y poco problemático (bueno, algo sí, pero sólo cuando me cabreo con algún papanatas), tres idiomas y medio...