Regreso a Madrid, después de unos cuantos meses de ausencia. Lo primero que me llama la atención al salir de la estación de Atocha (preciosa remodelación de los antiguos andenes; ejemplo de cómo una instalación obsoleta desde el punto de vista práctico se puede, inteligentemente, convertir en un espacio estéticamente valuoso) es el cielo de la ciudad castellana. El cielo de Madrid es, siempre, de una finura excelsa; es -como dijo el insigne escritor ampurdanés Josep Pla- “un lujo para la vista y un goce para todos los sentidos”.
El “techo” de Madrid se muestra -tanto en su estado de transparencia total como cuando juega con nubes caprichosas o, incluso, con una cerrazón sublime que brilla por su opacidad más absoluta- con una delicadeza extraordinaria. Evidentemente, su altura mesetaria aproxima las dos perspectivas (la terrenal y la celestial) y ayuda a olvidar diferencias extremas en beneficio de una situación plácida y comprensiva. Si estuviéramos dispuestos a ceder ante comparaciones paradójicas o bien de tipo ético-religioso, nos atreveríamos a comentar que existe una real o eventual unión entre lo divino y lo humano; es decir, banalmente, entre el hombre y el ángel. Cielo y tierra se hallan, casi, a tocar.
Uno, pues, sale del oscuro interior del tren para encontrarse con una luz nítida, traslúcida, diáfana, una refulgencia tal que claridad en estado puro. La limpieza ambiental suma también, a su vez, aquella situación de aridez o deshidratación del aire que circula sin humedad, de vaho repugnante que reina en otras zonas de la península. La humedad excesiva de ciudades como, por ejemplo, Barcelona ayudan a premiar el seco cepillado del aire de Madrid reflejado en la pureza de su firmamento.
El prestigioso pincel de Velázquez se lució, brillantemente, en dos aspectos indispensables en su obra pictórica: en las patas de sus caballos y, sobre todo, en el reflejo de sus cielos madrileños. Pocos artistas han tenido el privilegio sagrado de representar en sus obras de arte un fondo celestial de primer orden tal como lo logró el pintor de origen sevillano.
La atmósfera creada en la capital del Reino cuando en su firmamento se fusionan el azul salvaje y natural del cielo con el blanco purificado y virtuoso de sus nubes no tiene rival. Se produce, en estas circunstancias, un juego cromático de primera magnitud; se trata del descubrimiento del relieve formado en la bóveda esférica... puro algodón mórbido y flácido rebañado en un tinte azulado, impecable, sobrio como la propia Castilla. Por no hablar de la intervención del rosado en ortos y ocasos con excepcionalidad colorística que lleva, en algunos casos, a rozar el ridículo o el adefesio cursi más pavoroso.
El cielo madrileño (raso o encapotado, encendiéndose o apagándose) añade sosiego a sus contempladores capitalinos. En invierno, la frigidez ambiental despierta las conciencias y catapulta la mente a una situación sin arbitrariedades. Sequedad e imaginaciones de un cálido fuego en el hogar al mismo tiempo que ligereza al caminar por el empedrado de alguna de sus calles más “austracistas”. Por el contrario, el cielo veraniego transmite al paseante una sensación de apechugamiento de la normalidad sumado a un bochorno continental de grandes dimensiones.
En todo caso, mientras que París bien vale una misa, podríamos decir, sin contemplaciones, que Madrid bien vale su cielo.
Y si los señores políticos miraran un poco más arriba de sus narices, todo iría mucho mejor.
Probablemente.