La credibilidad del gobierno de la nación está bajo mínimos, prácticamente, desde su constitución. Los hechos han venido a avalar la percepción inicial, cuasi generalizada, entre la población, de insolvencia. Las ocurrencias, contradicciones, ausencias, las metidas de pata, y las provocaciones se han instalado en un ejecutivo revanchista dedicado en exclusiva a exhibir a su líder, a intentar controlar los poderes del estado y a entregar el país, a trozos, para alargar su agonía.
El ineficiente formato multitudinario cumplió con su único objetivo, el del reparto de sillas entre socios sin importar el resultado.
La ministra de Exteriores, González Laya ha llegado al estrellato tras desbancar en despropósitos a su homóloga de Sanidad, Darias, a Duque, a Castells, al líder del partido comunista de cuyo nombre no consigo acordarme, a la Celaá, o al propio José Luis Escrivá, conocido por contradecir todas las decisiones que tomo mientras presidía la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) que tiene por objeto velar por la sostenibilidad de las finanzas públicas y asegurar el crecimiento económico y el bienestar de la sociedad española.
La partida final para la hegemonía del disparate, antes de su disolución, ya es cosa de dos, González Laya o Marlaska.
Con demasiados miembros sin experiencia de gestión, sin trayectoria profesional y sin capacidad ejecutiva el desplome ya no es evitable. El abandono del millonario Iglesias ha reducido el ruido pero no ha permitido cambiar la trayectoria. En su huida hacia adelante el tándem Sanchez-Redondo, ha arrastrado la credibilidad del PSOE y deteriorado el liderazgo de sus gobiernos autonómicos. La remodelación ministerial se antoja inaplazable. La duda es si servirá para algo.