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Convergencia autoritaria

martes 25 de junio de 2024, 04:00h

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Han pasado cien años desde que en los años 20 del siglo pasado empezaron a proliferar en Europa los movimientos políticos de extrema derecha, que acabaron triunfando en los años treinta y nos llevaron al desastre de nuestra Guerra Civil y después al de la Segunda Guerra Mundial. El ascenso de los fascismos fue paralelo al de los movimientos comunistas propiciados desde la Unión Soviética y todos juntos condujeron a una polarización brutal de las sociedades europeas que, después de 1945 acabó en la división del continente en dos mitades separadas por el famoso (y virtual) telón de acero; la oriental comunista bajo la égida (y la bota) de Moscú y la occidental democrática tras la derrota de los fascismos, con la única excepción de la península ibérica. España y Portugal continuaron siendo dictaduras durante treinta años más, una desgraciada excepción ibérica.

Tras la caída de las dictaduras ibéricas en los años 70, la de los regímenes comunistas orientales en los 80 y la desintegración de la Unión soviética a principios de los 90, prácticamente todos los antiguos países del Pacto de Varsovia, que desapareció, se integraron en la Unión Europea y en la OTAN, significando el final de la Guerra Fría y el principio de lo que pensábamos una era de consolidación de paz y buenas relaciones con Rusia.

La realidad ha sido muy distinta. Algunos errores de los europeos, y Estados Unidos y una catástrofe económica propia llevó al ascenso al poder en Rusia de una camarilla de antiguos funcionarios de las fuerzas de seguridad, liderados por Putin, aliados con los oligarcas que habían saqueado el estado soviético y con la iglesia ortodoxa rusa e inspirados por el neoasianismo de ideólogos como Aleksandr Duguin, caracterizado como antioccidental, revanchista, autoritario, tradicionalista y ultranacionalista. Una vez consolidado en el poder, Putin ha hecho de la confrontación con occidente la base de su política y su indisimulado intento de recuperar el ámbito territorial de la Unión Soviética ha conducido a la invasión de las regiones georgianas de Abjazia y Osetia del Sur y su separación “de facto” de Georgia y también a la ocupación de Crimea y a la invasión de Ucrania y la pretensión de incorporación de cuatro de sus regiones orientales, habiendo llevado a cabo una guerra de agresión entre estados soberanos en Europa por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Y en la UE venimos asistiendo en los últimos años a un crecimiento continuado de la extrema derecha fascistoide, por las crisis económicas, la incompetencia de los líderes políticos, en ocasiones acompañada de corrupción y la percepción de falta de perspectivas por parte de una parte de la población. La extrema derecha ya gobierna en Italia, en Hungría, en Eslovaquia, en Bulgaria; ha gobernado en Austria, en Polonia y en Finlandia e influye en gobiernos en los Países Bajos y en Suecia y ha ganado o está a punto de ganar elecciones en Francia y en Bélgica. Este panorama es muy preocupante, ya que prácticamente todos ellos son euroescépticos o declaradamente antieuropeos, tradicionalistas retrógrados, ultranacionalistas y xenófobos y, la mayoría, descarada o veladamente prorrusos.

Este incremento de la extrema derecha no se ha acompañado de uno paralelo de la extrema izquierda comunista. A pesar de la propaganda que vomitan a diario algunos medios de comunicación, no hay en nuestros países ningún movimiento significativo revolucionario antidemocrático de izquierdas, nada en ningún caso semejante al auge de los neofascismos.

En los países occidentales los fascismos actuales se parecen a los de hace un siglo, aunque puestos al día en algunos temas. En los países de lo que fue la Europa del Este los movimientos autoritarios suelen estar liderados por antiguos miembros del partido comunista, pero no han evolucionado hacia un comunismo “aggiornato” sino hacia un sistema reaccionario, tradicionalista, ultranacionalista, xenófobo y aliado con la iglesia, católica u ortodoxa según el caso y son, de modo más o menos explícito, prorrusos. La única excepción, en lo de ser antiguos comunistas y prorrusos, es Polonia, pero no en lo de ser reaccionarios, tradicionalistas, ultranacionalistas, xenófobos y nacionalcatólicos.

Así los antiguos enemigos, fascistas y comunistas, ahora han convergido en una identidad nacional-religiosa, reaccionaria, antidemocrática y xenófoba; y, sobre todo, contraria a la Unión Europea. Hasta ahora había venido funcionando en los países occidentales, sobre todo Alemania y Francia, el llamado “cordón sanitario contra la extrema derecha”, que impedía que ésta consiguiera ningún tipo de poder gubernamental, pero ese cordón ya se rompió en Austria, en Finlandia, está a punto en los Países Bajos y ya veremos en Francia.

En España que, por razones obvias, tenemos más fresco el recuerdo de la dictadura fascista, sabemos bien, o deberíamos saberlo, qué significa que la extrema derecha llegue a gobernar, aunque sea como socio minoritario de una coalición. Y los que no se acuerden o sean muy jóvenes tienen ahora mismo el ejemplo de los gobiernos autonómicos y municipales de coalición PP-Vox, o del PP con apoyo externo de Vox. El PP, que no olvidemos que es una derecha que en parte proviene directamente del franquismo, no ha vacilado en echarse en brazos de Vox a la primera ocasión que ha tenido, así que los ciudadanos de buena fe que no deseen una vuelta al franquismo ya saben a qué atenerse: votar al PP es abrir la puerta de los gobiernos a la extrema derecha.

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