Para empezar no hablamos de lo mismo cuando metemos en el mismo cazo a aficionados y seguidores. Los primeros carecen de color y lo que entendemos comúnmente como la afición del Mallorca, por ejemplo, del Atlético Baleares o cualquier otro no es sino el conjunto de sus adeptos. La despersonalización de los “ferrerets”, que empezó al renunciar a su identificación como el club de Son Canals para convertirse en el club de la Vía de Cintura y prosiguió regalando la presidencia a reconocidos mallorquinistas como Damiá Estelrich o Bartolomé Cursach, sigue vigente después de aparecer el mecenas alemán de turno quien, igual que su paisano felizmente desaparecido del accionariado de su eterno rival, llegó a Son Malferit, terreno federativo, como salvador patrio. Ahora el anuncio casi oficial de trasladarse a Inca no solo representa un error histórico, ya ensayado en Magalluf, sino una provocación a su masa social y a la de un rival histórico. Quizás no una enemistad tan arraigada como la del Constancia con los “barralets”, pero enemistad al fin y al cabo.
Por mucho que Ingo Volkman haya forzado la resiembra del pequeño estadio de Inca y comprometido a notorias obras de reforma de la instalación, ni un solo inquero contribuirá a aumentar la asistencia de espectadores a los partidos de los blanquiazules. El cambio representa una notoria pérdida de identidad, por mucho que los mallorquines siempre contemplen con satisfacción que sean otros quienes paguen sus deudas. Pero, claro, pedir a los dueños del Atlétic un mínimo conocimiento de la historia, una mayor sensibilidad respecto a antiguos sentimientos y una implicación real que permita distinguir el negocio de lo que inspira la institución a sus simpatizantes, es una utopía por la que ya pasó su vecino e inquilino de territorio municipal que ha cambiado de pagador sin liberar su pobre economía. Si de tanto dinero presumen, que invierta en la construcción o reconstrucción de un recinto en condiciones y dejémonos de inventos contra natura.