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Conspiranoia

Por Vicente Enguídanos
jueves 21 de noviembre de 2013, 20:57h

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Mientras la gente rodea el fuego perpetuo que alumbra las lápidas de John Fitzgerald y Jacqueline Bouvier en el cementerio de Arlington, siguen sin descansar las almas de los Kennedy. Ni la Comisión Warren ni el informe de la HSCA, inculpando únicamente a Lee Harvey Oswald, han podido frenar el aluvión de teorías conspirativas publicadas desde su muerte.

Esta leyenda apasionante, que envuelve la carismática figura del 35 presidente de los Estados Unidos tras su magnicidio en Dallas hace justo medio siglo, no es muy diferente a las que han adornado a otros mandatarios o personajes célebres. El atentado de Alí Agca a Juan Pablo II, la muerte de Adolf Hitler, Paul Mc Cartney o Diana Spencer son ejemplos de cuánto da de sí la imaginación del ser humano y su necesidad de sublimar una pérdida o un suceso inverosímil. No son menos llamativas las conjeturas, extendidas como un manto de  sospecha sobre acontecimientos históricos, como la cuestionada llegada del hombre a la luna o el controvertido atentado sobre el Pentágono el 11S, sin olvidarnos del papel determinante de la Trilateral o el Club Bilderberg. Regueros de tinta han llenado los tabloides, ocupado las tertulias e inspirado a cineastas y escritores.

La rumorología y la necesidad de especular, más allá de las tesis oficiales, acompañan al ser humano desde sus orígenes. El problema se agrava con la llegada de la era digital, donde todo el mundo se autoproclama periodista y no se requieren necesariamente los imprescindibles contrastes. Durante generaciones los directores y editores, llamados por los anglosajones “gate keepers” (guardianes de la puerta), eran los responsable de garantizar la veracidad de la información publicada. El influjo comercial y político debilitó la credibilidad de los mass media  y con la llegada de las nuevas tecnologías surgió imponente el blogging.  En esta etapa de desconcierto, donde no se ha consolidado la alternativa  a la información sin disfunciones, corremos el riesgo de creernos lo que a alguien le interesa o dudar de lo que en realidad sucede. Más vale que pongamos en cuarentena cualquier scoop o primicia que nos llegue por una fuente anónima o insolvente, si queremos mantener la higiene intelectual y el equilibrio imprescindible. Esto no evitará que sigamos escuchando o leyendo cómo la vida discurre, según el color del cristal con que se mire y de acuerdo con la ideología que cada uno tiene, pero reducirá el riesgo de intoxicación viral, que es la enfermedad informativa contra la que no se vacunaron los Kennedy.
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