A estas alturas de recesión económica ya parece indiscutible que las instituciones europeas y los dirigentes de los estados miembros no han sido capaces de generar confianza ni en los mercados ni mucho menos entre laciudadanía, que protesta, vota o se queda en casa con un sentimiento generalizado de desesperación e impotencia. De ahí que van cayendo gobiernos, crecen con fuerza los partidos antisistema e incluso de ideología nazi -qué cruel es la desmemoria- o se dispara la abstención.
Ni Rajoy en España ni Hollande en Francia son la solución, solo pueden ser parte de ella en una Europa fuerte y solidaria y esa Europa es la que vive una profunda crisis de credibilidad. Nunca fue fácil la construcción de este espacio común -siempre más económico que político- pero de cómo se gestione la actual pérdida de confianza -revisando el funcionamiento y la toma de
decisiones- puede depender su propia supervivencia. De ahí que el presidente electo francés se haya convertido más allá de su país en la gran esperanza para impulsar esa regeneración europea o como mínimo para introducir el debate y ejercer de contrapeso a la hegemonía alemana. Veremos si es capaz de satisfacer las expectativas creadas, aunque de nuevo caemos en el personalismo.
La paciencia ciudadana se agota y cuesta más asimilar determinadas medidas, como una inyección de capital público a la banca, cuando se están reduciendo los recursos destinados a sanidad -con cierre de hospitales incluido en Baleares- y educación. La frustración provoca que cada vez sea más difícil discernir entre lo razonable y necesario y aquello arbitrario e injusto. Nuestros políticos deben ser conscientes de ello y deben ser capaces de gestionar también esta crisis de credibilidad.