En la historia reciente de nuestra democracia, es innegable que ha habido distintos líderes políticos que han despertado verdaderas pasiones en el mejor momento de su carrera política, desde Adolfo Suárez hasta Felipe González, desde Julio Anguita hasta José María Aznar.
En este sentido, algo parece haber cambiado en nuestro país en estos últimos años. Así, si el actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, despertó tal vez alguna pasión en sus inicios, yo creo que no llegó a ser nunca excesiva. Además, uno tiene la impresión de que dicha pasión parece haberse ido extinguiendo poco a poco, hasta ya casi desaparecer por completo, salvo quizás en el CIS de José Félix Tezanos.
Por lo que respecta a su antecesor en el cargo, mi admirado Mariano Rajoy, seguramente no tuvo demasiados adeptos antes de llegar a La Moncloa o cuando estuvo luego en ella, ni siquiera entre muchos de los votantes más fieles del Partido Popular.
El cariño que bastantes españoles de distintas ideologías sienten hoy hacia él es un afecto que parece haber nacido a posteriori, después de haber abandonado ya la actividad política.
En mi caso, como siempre dicen que he sido y todavía sigo siendo un poco raro, ese aprecio personal y político se remonta ya a bastante tiempo atrás. De hecho, muy posiblemente sea uno de los primeros compatriotas que se convirtieron total y convencidamente al marianismo, pues lo hice en una fecha tan temprana como el 5 de noviembre de 2010, día en que Rajoy dio un mitin preelectoral en Palma.
Además de mi propia conversión, creo que hubo aquel día una segunda metamorfosis, pues mientras el entonces líder popular estaba interviniendo desde la tribuna, una asistente al acto mostró públicamente y de forma del todo inesperada un gran entusiasmo hacia él.
Esa mujer expresó asimismo su esperanza de que Rajoy volviera a Mallorca en la campaña electoral de las autonómicas de mayo de 2011, previas a un posible triunfo de los populares en el Archipiélago, como así acabaría siendo finalmente.
«¡Te esperamos Mariano, como agua de mayo!», dijo aquella mujer con un gran chorro de voz, sin duda llena de fe y de ilusión, para añadir justo a continuación y todavía con mayor ímpetu: «¡Como agua de mayo!».
Mientras tanto, el feliz y dichoso interpelado le respondió con una sonrisa llena de agradecimiento, diciéndole también, en ese tono de voz amable y bonachón tan característico suyo: «Ya te digo que vendré, ya verás como vendré». Y efectivamente volvió a Palma medio año después.
Es cierto que ese fue prácticamente el único gesto de admiración hacia el político gallego que se pudo escuchar a lo largo de las casi dos horas que duró aquel mitin del 5 de noviembre de 2010, que, aun así, supuso un antes y un después en el inicio de la valoración de su figura por parte de unos pocos incondicionales, entre los que yo me he encontrado desde entonces muy gustosamente.
Estoy seguro de que Mariano Rajoy debió de sentirse muy bien con el apoyo de aquella admiradora, que seguramente era más romántica e idealista que apasionada y visceral. Al fin y al cabo, en política —y en la vida en general— las grandes pasiones suelen ocasionar casi siempre muchos problemas de toda índole.
Por ello mismo, yo creo que lo que nos gusta a casi todos en política —y en la vida en general— es poder llegar a conocer a alguien que sea bueno y moderado, tranquilo y constante, alguien que no nos falle y que esté siempre a nuestro lado. O que, como mínimo, hayamos esperado con fundamento como el agua de mayo.