El pasado sábado estuve en Barcelona con motivo de uno de los actos más emotivos y gratificantes a los que habré asistido en mi vida, pasada, presente y futura. Celebramos el cincuentenario de la licenciatura de la primera promoción de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Ha sido la ocasión de reunirnos después de tantos años, muchos hacía cincuenta, o alguno más, que no nos veíamos y, de hecho, en un primer momento algunos no nos reconocimos; los cambios físicos que Cronos va esculpiendo de modo inexorable en nuestros cuerpos dificultan una identificación inmediata, en especial de aquellos con los que no teníamos un trato demasiado cercano durante nuestro tiempo en la universidad.
Particularmente notable es la desaparición o rarefacción del cabello en los varones. Y el poco que queda es un su inmensa mayoría del color de la nieve, salvo alguno que otro que ha decidido recurrir al tinte. El otro cambio más aparente es el aumento del perímetro abdominal. Calvos, canosos y más o menos barrigudos; aunque no todos, muchos han conseguido mantener el perfil del vientre bastante a raya y algunos todavía podemos peinarnos todo el cráneo, no solo los laterales témporooccipitales. Las chicas, en cambio, se han mantenido mejor. Ellas no tienen el problema de la calvicie y las canas las lucen, y muy bien, o las tiñen, y también muy bien.
Pasado el primer shock, la alegría del reencuentro y el reconocimiento hizo que surgieran enseguida las viejas complicidades y también nuevas, incluso entre quienes no las teníamos en su momento.
Empezamos la carrera alrededor de ciento cincuenta, pero ya en los primeros meses se produjeron bajas por diferentes razones, de modo que al acabar el primer curso quedábamos unos ciento veinte, que fue ya el número, notablemente estable, de los que llegamos hasta el final. De ellos, alrededor de una veintena ya nos han dejado y tuvimos ocasión de rememorarlos en los únicos momentos de tristeza de la reunión. Del resto, nos congregamos unos setenta, una cifra muy relevante, más del 50 %, para un grupo constituido por personas de más de setenta años. Algunos no pudieron acudir por motivos de agenda, lejanía geográfica o imprevistos y otros por problemas de salud; para todos ellos, en especial para estos últimos, tuvimos un recuerdo muy especial.
La Universidad Autónoma de Barcelona nació en 1968 por iniciativa de Vicente Villar Palasí, hermano del entonces ministro de educación José Luis Villar Palasí, que pretendía reformar la enseñanza universitaria en nuestro país. Nació sin edificios, sin aulas, sin campus, con solo dos facultades, Filosofía y Letras y Medicina. En septiembre de ese año se habilitó una ventanilla en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, la otra, para los alumnos que quisieran apuntarse. Era una aventura, ya que no se sabía prácticamente nada de la, en aquel momento hipotética, nueva universidad. Apuntarse significaba renunciar a la matrícula en la UB, quedando al albur de perder un año si la nueva UAB no se concretaba.
Recuerdo una primera reunión a la que nos convocaron en la calle Egipcíacas de Barcelona a finales de septiembre o principios de octubre, en la que el propio rector nos pidió paciencia y nos informó de que la facultad se ubicaría en el hospital de la Santa Creu i de Sant Pau (Sant Pau coloquialmente), de que se estaba habilitando uno de los pabellones, el de la antigua farmacia, y de que se necesitaba un poco más de tiempo. Al cabo de un mes aun no estaba listo el edificio y empezamos las clases en el salón de actos del hospital, hasta que se acabaron las obras y el equipamiento del edificio. Empezamos, por tanto, un poco en precario y con algún catedrático, como el Dr. Ruano de anatomía, “prestado” por la otra facultad de la ciudad.
Al final todo se estabilizó y la UAB se ha convertido con el tiempo en una de las mejores universidades de España y aparece consistentemente entre las 200 o 300 mejores universidades del mundo en diversos rankings internacionales. El riesgo que todos nosotros tomamos en su momento de apuntarnos a algo que en realidad ni existía, en una decisión poco meditada más propia de una juventud impulsiva que de un proceso racional que, sin duda, hubiera recomendado no dar semejante paso, acabó demostrándose extraordinariamente exitoso, ya que, en último término, recibimos una formación de extraordinaria calidad, superior sin duda a la media imperante en España en aquellos momentos.
Uno de los aspectos más importantes, a mi parecer, de nuestra educación como médicos fue el de inculcarnos la necesidad de la formación permanente. Todos, o casi todos, nuestros profesores nos insistieron en que nunca deberíamos dejar de estudiar durante nuestra vida profesional, de ponernos al día a medida que los conocimientos de la ciencia médica iban avanzando; la instalación comodona en una práctica diaria rutinaria y dejar pasar el tiempo no era una opción, actualizarse era una obligación. Hoy en día la formación continuada es un estándar global, pero en aquella época era una novedad. Es lo que hemos hecho siempre. Nos ha tocado vivir una época maravillosa en lo que a la medicina se refiere, en la que los avances científicos, tecnológicos, diagnósticos y terapéuticos han sido de tal calibre, que solo con los conocimientos que teníamos al acabar en el año 74, que en aquel momento eran los mejores, hace décadas que no hubiéramos podido seguir ejerciendo.
Pero, a la vez, también nos inculcaron que hay unos principios sólidos e inmutables de la práctica médica que nunca deben abandonarse, por muchos avances tecnológicos de los que se disponga. El trato directo y personal con el paciente, la empatía con su situación, la anamnesis completa y la exploración física con sus cuatro pilares básicos: inspección, palpación, auscultación y percusión. La mayoría de nosotros nos hemos mantenido fieles a este credo básico, que no excluye recurrir a toda la tecnología disponible para completarlo, pero que permanece, o debería permanecer, como el fundamento de la práctica médica.
En fin, un gran día que ya todos recordaremos como uno de los mejores de nuestras vidas, con un toque, solo lo justo y necesario, de añoranza, pero sin melancolía, que conduce a la insatisfacción y a la apatía.