Uno de los primeros disgustos serios que me llevé en la vida está relacionado con la asignatura de Ciencias Naturales, en concreto, con el día en que el profesor que impartía esta materia en sexto de EGB nos dijo que en Mallorca no había ríos. Han pasado ya cuarenta y seis años desde aquel día y creo que aún no lo he superado. O al menos no del todo todavía.
Es cierto que vivir en una isla como Mallorca y tener el mar tan cerca es algo por lo que debería de sentirme profundamente afortunado, pero reconozco que ya desde niño, no sé muy bien por qué, me imaginaba de adulto viviendo cerca de un río no demasiado caudaloso o de un arroyuelo apartado y tranquilo. Quizás por ello en los años escolares aprendí el nombre de todos los ríos de España con una gran facilidad e incluso con un cierto entusiasmo, incluidos también todos los afluentes y riachuelos.
Hay otro detalle biográfico, ya más actual, que también apunta a que tal vez soy más de agua dulce que de agua salada, pues todas las grandes ciudades que me gustan están surcadas en mayor o menor medida por un río, como por ejemplo París, Londres, Nueva York, Praga o Madrid. Es verdad que en mi querida Palma tenemos al menos Sa Riera y que personalmente me gusta mucho poder contemplarla en cualquier época del año, pero creo que convendrán conmigo en que, en el fondo, no acaba de ser lo mismo.
Paralelamente, creo que en alguna ocasión he comentado ya que de nuestro país me gustan sobre todo los paisajes castellanos y los situados al norte de la Península, así que si dispusiera del tiempo y de los fondos necesarios, muy posiblemente dedicaría varios meses al año a conocer los enclaves y los ríos más hermosos de esas tierras. Así, en primavera pasearía junto a la orilla de cada uno de los ríos que fuera encontrando y me pararía a leer o a meditar filosóficamente en cada una de las distintas riberas.
En verano, me sumergiría en las aguas de algún río y nadaría en él, e incluso tal vez repetiría con mi patito de goma. Es cierto que el gran filósofo presocrático Heráclito decía que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río —con o sin patito—, aunque creo que no lo decía en el sentido bucólico que le estoy dando yo ahora, sino en el sentido de que el fundamento de casi todo lo que conocemos está en el cambio incesante. Y visto lo visto desde que lo dijo, hace ya veinticinco siglos, no hay duda de que tenía razón.
Cuando llegase el otoño, también me dedicaría a pasear por diferentes zonas fluviales, probablemente algo más abrigado que en primavera, y en invierno haría poco más o menos también lo mismo, disfrutando en enero y febrero de la contemplación de diferentes paisajes silenciosos, misteriosos y nevados. Y así se irían sucediendo sosegadamente las estaciones, los caminos, los ríos, los paisajes y los años.
En cierto modo, yo creo que pasear al lado de un río en un acogedor entorno rural es como viajar en el tiempo, pues algunos paisajes nos permiten imaginarnos viviendo en un pasado un poco más sereno y tranquilo que el complicado presente que estamos viviendo ahora. A veces pienso que quizás todo nos parecería un poco más reposado y mejor si al menos tuviéramos un pequeño y luminoso río en Mallorca.