El próximo domingo, once de noviembre es mi aniversario, lo que es irrelevante, pero no lo es que también se cumplirá el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, al firmar en ese día de 1918 Alemania el armisticio que le presentaron las potencias vencedoras. La Gran Guerra, como se denominó en su tiempo, fue el conflicto bélico más extenso y mortífero hasta ese momento. Si bien las operaciones se concentraron sobre todo en Europa, también se combatió en Asia, África y Oceanía, así como en el mar, especialmente en el océano Atlántico pero también en el Pacífico, en el mar Mediterráneo y en el Báltico.
Se calcula el número de víctimas provocadas por la guerra en unos veinte millones, casi la mitad de ellos civiles. Supuso el fin de cuatro imperios: el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano, el nacimiento de numerosos países nuevos en Europa como consecuencia del desmembramiento de los citados imperios y un trasvase masivo de colonias y territorios administrados por ellos, sobre todo alemanes y otomanos, a las potencias vencedoras, especialmente al Reino Unido y Francia.
Nacieron como estados independientes: Checoslovaquia, Hungría, la República de Austria, Yugoslavia (como Liga de los Serbios, Croatas y Eslovenos), Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, la propia república turca y otros como Polonia o Rumanía y la propia Italia ampliaron sus territorios. El Tratado de Versalles estableció la paz definitiva e impuso unas condiciones draconianas a Alemania, que resultaron nefastas en unos pocos años.
Quizás peor que la propia guerra y los muertos y la destrucción que causó, fueron las consecuencias nefastas de los funestos tratados que le pusieron punto y final, consecuencias como el surgimiento y auge de los fascismos en Europa, el sentimiento de humillación que provocó el revanchismo de los alemanes y que, en último término, condujeron a la Segunda Guerra Mundial, mucho más mortífera que la primera.
Pero hay consecuencias que han llegado hasta nuestros días. La forzada convivencia de pueblos de tradiciones muy distintas, incluso antagónicas, en el estado yugoslavo, condujo finalmente a su implosión en unos conflictos armados, la guerras yugoslavas de los noventa, que no están ni mucho menos completamente solucionados, especialmente en Bosnia-Herzegóvina, Kosovo y Macedonia, en gran parte debido al hecho de que, de nuevo, no se han solucionado adecuadamente y lo que se ha conseguido es que se enquisten indefinidamente.
También ha llegado hasta nuestros días el conflicto del pueblo kurdo, al que en la delimitación de fronteras en Oriente Medio entre Francia y el Reino Unido después de la disgregación del Imperio Otomano, se le negó el derecho a un país propio y se troceó su territorio histórico en cuatro zonas, adjudicadas a Turquía, Irák, Irán y Siria.
Esta debería ser la principal lección que hoy, cien años después, deberíamos asumir de la Primera Guerra Mundial: los conflictos mal solucionados se enquistan y, antes o después, explotan. Los pueblos maltratados o ninguneados incuban sentimientos legítimos de injusticia y cuando se deja de creer en la justicia se empieza a considerar la revancha.